En la historia intelectual española y, posteriormente, latinoamericana no existe una tradición analítica ni especulativa en relación a la lengua como parte de un ethos colectivo y nacional. La lengua española no posee el estatus de algo casi sagrado y digno de preservar tal y como es el caso en el ámbito del idioma francés.
Actualmente el español o castellano, culto lector/a, es la segunda lengua internacional, después del inglés. A la vez, el español es la segunda lengua de la población mundial con un porcentaje de 5.85%. Lo que significa que, en el mundo, hay no menos de unos 405 millones de hispanohablantes. Estamos, después del mandarín, en el segundo lugar en número de hablantes nativos.
Pero resulta que, por ironía de la historia, nuestro idioma tiene dos nombres, español y castellano, patronímicos que, en los últimos tiempos ha producido –tanto entre intelectuales como en el común de los mortales– suculentas polémicas y agrías discusiones en las que, rápidamente, sobresalen marcados sentimientos regionalistas, conservadores prejuicios nacionalistas y superfluos parámetros identitarios.
PREJUICIOS Y REALIDADES
Hay cuestiones puramente circunstaciales y las que, sin lugar a dudas, bien podrían ser consideradas del todo triviales, pero que al analizarlas con seriedad revelan mitos, prejuicios, creencias y falsas identidades. Cuando en Europa, por ejemplo, le he preguntado, sobre todo, a estudiantes universitarios –suramericanos– sobre si hablan español o castellano los entrevistados, rápidamente y por lo general, me han respondido diciendo que hablan castellano. Y la respuesta ha sido, a menudo, con un cierto tono de voz que denota algo cercano al orgullo. Así también, he detectado que, a parte del origen social acomodado o medio de los estudiantes, en muchos de éstos subyace un diáfano deseo identitario con lo foráneo que en el caso presente significa lo español. Lo que he interpretado bien podría entenderse como un deseo inconsciente de sentirse diferente -superior, en terminos freudianos– del resto de los que conforman su grupo o polis social.
Lo anterior significa que ambos deseos, tanto el de parentezco con lo foráneo –español– como el de sentirse mejor –superior– denotan un claro rechazo de lo nacional que yo llamaría autóctono. Me explicaré. Para la conciencia reflexiva en tambaleo identitario es mejor –por prestigio social– identificarse con lo extranjero –europeo– que con lo nacional que a menudo significa indio, indígena, autóctono, cholo, originario o como usted quiera llamarlo.
Pero hecho curioso, fiel lector/a es que si un español –y no forrsozamente un castellano– escucha hablar al mismo estudiante entrevistado no fácilmente va a aceptar que éste habla castellano. Particularmente, debido a que el suramericano –como usted y yo– no utiliza ni el plural del pronombre personal Tú /vosotros ni la declinación correpondiente de los verbos. Aparte que no hace la diferencia entre una las letras C, S y Z. O sea, el marcado fenómeno linguístico del «seseo» característico del español hispanoamericano.
Esto se comprueba, fácilmente, cuando en un bar ambos individuos –el suramericano y el español– piden una «deliciosa cerveza». El primero pronunciará todo con eses, mientras que el segundo diferenciará las consonates C, S y Z–. Aunque lo que afirmo puede –con justa rayzón–ser cuestionable y argumentarse que eso es únicamente una cuestión de acento o costumbre y no significa mayor cosa. Sobre todo, debido a que la lengua es la misma y ámbos individuos se pueden comunicar sin problema alguno –a excepción de que no beban té pues el latino pedirá u té de manzanilla y el camarero, confundido, le exigirá que se decida por un té o por una infusión de manzanilla.
EL CASTELLANO
Sigamos, entonces, nuestra relfelxión y preguntémonos sobre qué es o qué significa el concepto castellano. Pues bien, el castellano es la lengua originaria de una región española, de Castilla. Esta lengua, en términos literatios, se remonta al Cantar Mío Cid que es un texto poético que data del año 1200. El castellano, históricamente, se expande en la Península Ibérica a partir de la reconquista, en 1492, de los territorios ocupados por los musulmanes durante unos 800 años. Sobre todo, con la publicación de la primera grámatica escrita en lengua de origen latino, en castellano, por el sabio Antonio de Nebrija.
Parece que es una constante en la historia en el proceso de consolidación de los Estados –e imperios– que la unidad lingüística es una necesidad histórica imprecindible para la unidad política y territorial. Francia, por ejemplo, tuvo que consolidar una unidad lingüística –la imposición del idioma francés– para la construcción del Estado moderno que es la República francesa. Y en España, a partir de 1492, se empieza a producir un fenómeno similar.
El castellano aparece, en la Constitución Española, como la lengua española oficial del Estado español. Y se aclara que las demás lenguas españolas (Euskera, Gallego, etc.) son también oficiales en sus respectivas áreas. El castellano es pues, como las otras lenguas regionales, una lengua española. Pues, curiosamente, en 1492 –el año mismo de la expansión del imperio español en América– el ilustre Antonio de Nebrija publica por primera vez una gramática en lengua moderna, en castellano. El imperio español necesitaba una lengua franca, el castellano.
EL ESPAÑOL
Por aparte el concepto español tiene históricamaente relación, no con una región, sino con un país, con España. O sea, con un espacio geográfico que implica a un Estado donde coexisten otras lenguas regionales. El nombre de España se deriva de Hipania, que fue el nombre con el que los romanos denominaban al conjunto del territorio que forma la Península Ibérica.
Sin embargo, hoy sabemos que, históricamente, fueron los fenicios quienes, antes de los romanos, así bautizaron a lo que es hoy España. Mientras que los griegos clásicos usaron el nombre de Iberia para designar a la misma zona geográfica. Y lógicamente cuando se dice idioma español –fuera de España– esto se relaciona o se refiere a la lengua oficial del Estado español y de otros países de América.
USOS
El uso tanto particular como oficial de dichos conceptos tiene, en España, dos esferas que son la interna y la externa. Cuando en España, por ejemplo, se habla de la lengua, de manera oficial, se utiliza el término castellano. Esto es debido a cuestiones puramente de sensibilidad política relacionadas con las regiones o autonomías donde se habla una lengua regional como el catalán, el gallego y el vasco. El uso del español ha sido, históricamente, rechazado y visto como un concepto opresor por parte de los grupos políticos regionalistas e independentistas en las mencionadas autonomías.
En América hispana ha habido pocos tratadistas en materia de lingüística y filología hispánica. Uno de los pocos e ilustes filólogos fue el venezolano Andrés Bello. Pero este humanista del siglo XIX no pudo, lamentablemente, superar el complejo identitario con la madre patria y, siguiendo la tradición de gran Antonio de Nebrija, intituló su obra magna Gramática de la Lengua Castellana.
Por aparte, para el estudioso resulta interesante que en los países latinoamericanos no existe un concensus general y homogéneo respecto al nombre de la lengua que es común y oficial en dichos países. La preferencia de unos por el español y la de otros por el castellano es, sin lugar a dudas, un fenómeno contradictorio y muy cercano a lo absurdo.
Los legisladores de la Constitución de Guatemala, de 1985, por ejemplo, eligieron el término español. Y pareciera que en Centro América el concepto castellano no es muy apreciado –a nivel oficial– debido a que la mayoría de países del Itsmo centroamericano –con la excepción de El Salvador– optaron por dejar escrito en sus Constituciones Políticas el término de español como idioma oficial de los respectivos países.
Mientras que algunos otros países –sobre todo suramericanos– optaron por dejar escrito que el idioma oficial de sus naciones es el castellano. Bolivia, el Perú y Colombia son buenos ejemplos de esto. Sin embargo, hay algunos otros países que por alguna misteriosa razón no quisieron dejar estipulado en su Constitución Política cuál es el idioma oficial de la nación. En dichas Constituciones no se declara o aclara si, oficialmente, se debe hablar o comunicar en español o castellano. Ejemplos de lo anterior son Chile, Argentina y nuestro vecino del norte, México.
Estas tres grandes naciones –de manera sabia– previeron la discordia conceptual y hoy se ahorran la polémica que en la actualidad nos ocupa. Y es a causa de dicha neutralidad lingüística, fiel lector/a, que pensamos que no sería atrevido afirmar que los chilenos hablan algo que puede ser llamado «chileno», los charros mexicanos «mexicano» y los pibes argentinos otra cosa que llaman «argentino».
Lo anterior, según la lógica del discurso académico, significaría que dichas formas ligüísticas constituyen variantes o formas dialectales del idioma español que otros llaman castellano. Lo que, por desgracia, aparte de incomodar a nuestros vecinos del norte y del sur, no sería más que regresar al punto de partida, al mismo binomio de conceptos. Parece, pues, que es una polémica que tiene mucho futuro por delante.
En lo personal, prefiero el concepto de español. Primero, porque considero que el nombre castellano ya no tiene, hoy en día, razón de ser. Es un concepto arcáico. Antes, cuando en España cohabitaban varios reinos el concepto de castellano tenía una razón de ser. Pero desde que España consolidó su unidad política y se transformó en un imperio de ultramar la lengua franca de los españoles se exportó a otras latitudes y evolucionó. Segundo, prefiero el nombre de español porque considero que es –por la variedad de personas, países y culturas donde se habla el mismo idioma– un concepto más democrático, holístico y apegado a la realidad histórica. Mientras que el concepto gemelo, castellano, es un término regionalista y, posiblemente, conservador y alérgico a la idea de cambio y desarrollo.
Por lo tanto, paciente lector/a, quisiera cerrar con una interrogante: Y usted ¿qué idioma habla?, ¿habla usted Español o Castellano?