¡Descanse en paz, monseñor Quezada Toruño!


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Monseñor Rodolfo Quezada Toruño fue en vida algo más de a quienes se les pueda considerar imprescindibles. Cuando lo conocí, me di cuenta que estaba ante alguien que por lo que representaba, por lo que hacía, por lo que pensaba, en lo que creía, por lo que luchaba y lo que decía y opinaba y cómo lo expresaba, estuvo siempre en el lugar indicado y en el momento indicado.

Ricardo Rosales Román
\ Carlos Gonzáles \


A raíz del papel que jugó la jerarquía eclesiástica en el derrocamiento del presidente Arbenz, en junio de 1954, y su oposición a las conquistas y logros de la Revolución de Octubre de 1944, me encontré ante sentimientos de lo más encontrados y que habrían de determinar mi distanciamiento de la iglesia, poner en duda lo que predicaba y cuestionar la obediencia y sumisión de su feligresía.
     
      Nacido en un hogar católico y de fervientes devotos del Señor de Esquipulas lo que en mi infancia consideré como parte de mi fe y devoción hacía años que estaba en crisis, una crisis de credibilidad no resuelta. Fue por ello que me molestó e indignó que la venerada imagen se sacara en procesión por todo el país, se utilizara para exacerbar el anticomunismo y que el día que regresó a su templo coincidiera con el que ingresaron por la frontera de Honduras las tropas mercenarias organizadas y financiadas por la estadounidense Agencia Central de Inteligencia (CIA) y la United Fruit Company.
     
      De ahí en adelante ya no sorprendería ni iba a ser motivo de escándalo que Castillo Armas nombrara al Señor de Esquipulas capitán general del mal llamado y peor conducido y dirigido ejército de liberación y que en su réplica, que está en la Catedral Metropolitana, tuviera a su lado el estandarte rojo, blanco y azul, la daga con empuñadura en cruz  y la consigna de Dios, Patria, Libertad. Ya para entonces se sabía de la magnitud y significado que para los patriotas españoles tuvo ese estandarte, esa espada y ese emblema franquista.
     
      Lo que para mí estaba claro, muy claro, es que la jerarquía eclesiástica tenía a la iglesia de espaldas al pueblo y que lo que predicaba y hacía era todo lo contrario de lo que fue la Vida, Pasión y Muerte de Jesucristo, el hijo de María y José, y lo que alcanzó hacer por su pueblo, su prédica y ejemplo.
     
      Recuerdo que ya había leído, y, en cierta forma, asimilado, entendido y comprendido mucho del impresionante y hermoso contenido de los Evangelios, de los Hechos de los Apóstoles, y de las Cartas de San Pablo, Santiago, San Pedro, San Juan y San Judas Tadeo.
     
      Luego de algún tiempo, la dimensión humana y emancipadora del rebelde de Nazaret la encontraría en dos de las más grandes y hermosas novelas de Nikos Katzantzakis: Cristo de nuevo crucificado y La última tentación, y, además, en la no menos hermosa e impresionante novela de Par Legerkvist: Barrabas.
     
      Traigo a cuenta lo anterior porque ahora comprendo por qué fue que gracias a monseñor Quezada Toruño, el Encuentro del Escorial fue todo un éxito y que el de Quito confirmara que la Iglesia no era lo que fue en la década del 44 al 54 ni la que nada dijo a partir de lo que empezó a padecer nuestro pueblo durante el régimen liberacionista.
     
      Pacen in Terris, la trascendental encíclica de Juan XXIII, fue de lo más útil para confirmar lo que ya se advertía: el cambio que se venía operando en Roma. La Segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, celebrada en Medellín en 1968, rubricó el contenido y alcances del Concilio Vaticano II y confirmó que los cambios no sólo eran posibles sino necesarios e impostergables.
     
      A mis padres les hubiera alegrado y enorgullecido que uno de sus hijos conociera a quien logró rescatar al Cristo Negro de la sectarización de que se le había hecho víctima y que monseñor Quezada Toruño encontrara en él la fuerza, la fortaleza y la seguridad necesarias para enfrentar los riesgos, desafíos y dificultades que suponía ir a la búsqueda de la paz y la reconciliación en un tan impredecible, contradictorio y desconcertante país como el nuestro.
     
      No me equivoco si digo que a Monseñor le corresponde el mérito de haber sido el incansable y consecuente luchador por la paz y la reconciliación en Guatemala y que, aún después de muerto, seguirá siendo símbolo y encarnación de los nuevos tiempos y la real y verdadera misión evangelizadora y ecuménica.
     
      Ante su sensible deceso acaecido la mañana del lunes y en la víspera del  entierro de sus restos mortales, no puedo sino desear que la obra y el ejemplo de monseñor Quezada Toruño perduren para bien de nuestro pueblo y que, en su homenaje y memoria, se logre que la justicia impere en nuestro país.
     
      ¡Descanse en paz, monseñor!
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