¿De qué dignidad habla don Otto?


john-carrol

El presidente Otto Pérez Molina parece valorar sus principios con un doble rasero. Me parece correcto el discurso del presidente cuando dice que Guatemala es un país soberano e independiente ante las amenazas de Tim Reiser, asesor de un senador norteamericano, que pretende condicionar la ayuda que nos da el gobierno del norte. Se contradice en primer lugar porque el solo hecho de recibir ayuda nos pone en una posición vergonzosa y nos sujeta lógicamente a las condiciones que el ayudante imponga.

John Carroll


Es lógico que los programas de “ayuda” vengan amarrados a una serie de condicionantes que comprometen la soberanía e independencia del país, de hecho hoy en día parte importante del trabajo de la Cancillería del país es guardar ese delicado equilibrio en el que las acciones de política internacional deben de ajustarse a mil y un variables en el complicado mundo de las relaciones exteriores.  Es por guardar este delicado equilibrio que las visitas oficiales y muestras de amistad con algunos gobiernos causan desgaste en las relaciones con otros. 

Ya hemos vivido más de alguna crisis cuando nos acercamos a China sin el consentimiento de Taiwán o cuando el presidente visita Israel con el recelo de Palestina.  Dignidad significa comportarse con decoro y el decoro se pone en duda cuando, como pordioseros, aceptamos la bendita “ayuda” de otros gobiernos como que si no tuviéramos capacidad propia de salir adelante.  Todos los países que han salido del subdesarrollo lo han hecho a base de la producción y toda la bonanza que eso conlleva. Ninguno de ellos cuenta en su historia de éxito que la cooperación internacional sea determinante para dar el salto cuántico que tanto se anhela. Es más, la mayoría de casos de ayuda están ligados a la corrupción o al apalancamiento ideológico de agendas externas que no comparten nuestros objetivos sino que solo vienen a minar el ya de por sí difícil camino del desarrollo.  Los políticos que reciben solamente ven los programas de cooperación y financiamiento internacional como una oportunidad de hacer más grande la piñata y los que dan usan los programas como instrumentos de chantaje para cumplir con sus objetivos.

Los que siempre salen perdiendo son los gobernados, tanto los contribuyentes de los países que prestan la ayuda, a quienes dicho sea de paso jamás les preguntan si están de acurdo o no en donar recursos que les pertenecen a otras latitudes, como los gobernados de los países receptores de la ayuda, a quienes lejos de ayuda lo que nos llega finalmente son imposiciones.  Una muestra reciente del fracaso de los programas de ayuda internacional está latente en Haití, en donde un terremoto devastador a principios del 2010 dejó a este país literalmente en el suelo.  Miles de millones de dólares fueron destinados por distintos gobiernos del mundo para el alivio de la población haitiana. Todo ese dinero fluyó  en aquel país por medios de burocráticos entes de administración de organizaciones no gubernamentales y por el gobierno mismo con el objetivo de llevar el alivio y la reconstrucción a la empobrecida isla.  El resultado cuatro años después es de más de 200 mil personas viviendo en precarias tiendas de campaña y con condiciones sanitarias deplorables.  El problema está entonces en la pobreza, en la falta de producción, en la falta de sistemas estables que permitan al empresario hacer un cálculo económico y establecer emprendimientos que den empleo y que permitan elevar el nivel de vida de los habitantes.  La otra cara de la moneda es Chile; terremoto aún más fuerte, sociedad trabajadora, sin ayuda internacional y con recuperación inmediata después de semejante golpe.

Si lo que queremos es ser dignos, dejemos de recibir la ayuda internacional y trabajemos duro para lograr el sistema que necesitamos como base fundamental del desarrollo.