Hugo Carrillo: ¡muera la muerte!


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Este dramaturgo esencial de Guatemala, contribuyó a revitalizar, modernizar y desarrollar la escena nacional.

Era un hombre a un escenario pegado. Nació en las tablas y murió oficiando, dirigiendo el último acto de la obra dramática que fue su vida. Mandó a hacer un ataúd, tallado en madera y se lo llevo a su pequeño apartamento en el Callejón del Fino, lo llenó de libros y también puso ahí­ una maceta con flores que él mismo regaba. Y dejó testamentado un último deseo pidiendo que en el momento en que estuvieran bajando su ataúd al lecho postrero de la tierra, alguien dijera el verso: “hazme suave el instante”. Hugo se escapó de este mundo el 19 de octubre de 1994 y su sepelio fue una manifestación de los trabajadores de la cultura.

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POR JAIME BARRIOS CARRILLO

En el año 1983 la inolvidable Norma Padilla le pidió que le contara algo sobre su familia. Hugo Carrillo, histriónico de cuerpo y alma dijo a Norma:

“Yo tuve una familia muy caótica. Muy contradictoria. Liberal pero no liberada. Mi padre era un médico con grandes dotes para el bisturí­ y las mujeres. Pero no para la polí­tica. Y le encantaba. Y por ello fue a la cárcel en diversas oportunidades. Nunca le fue bien ni con las mujeres ni con la polí­tica. Era básicamente un soñador. Ellas, las mujeres, no. Y menos la polí­tica. Mi madre por su lado era un General de Brigada en busca de tropa. Y la consiguió con sus hijos. Fuimos una pequeña tropa que respondí­a diligente a la orden más sutil aplicada militarmente con un levantar de ceja o una movida  de ojos. Así­ crecimos de pueblo en pueblo, unas veces siguiendo a mi papá, medio exiliado en hospitales departamentales; otras huyendo de él a la voz de mando de nuestro general asimilado. Después cuando él murió, ella se dio de baja, seguramente cansada de tanta batalla mal ganada y peor llevada. Y tuvo la buena ocurrencia de trasladar su campamento a los Estados Unidos.”

Nos preguntamos entonces cuál serí­a la familia de Hugo Carrillo? Su hermano, el también dramaturgo y narrador Raúl Carrillo, escribió un cuento de gran profundidad existencial que tituló “Yo soy mi padre”. Es preciso recalcarlo, los Carrillo han sido grandes padres de la escena nacional y también soñadores, utópicos, generosos, creativos, profundamente humanos. La familia Carrillo en el teatro de Guatemala es amplia. No sólo los que llevan el apellido sino por toda la gente que se formó con ellos y que lo reconocen con nobleza y algunos lo dicen con orgullo sano. Y por la obra escrita por Hugo que es patrimonio cultural del paí­s. No se puede hablar de teatro en Guatemala sin nombrar este apellido de quijotes y alucinados: los Carrillo, con el nombre de pila de Hugo a la cabeza.

Recordemos que Hugo nació en la ciudad de Cobán en 1928, creció en la capital de Guatemala en donde estudio según sus propias palabras “en una especie de Auschwitz que era el Liceo francés”. Ahí­ aprendió sin embargo el francés que le servirí­a mucho después en su estadí­a en Parí­s. Al trasladarse su familia  a Quezaltenango terminó  sus estudios secundarios  graduándose en el Instituto Nacional de Varones (INVO) como Perito Contador, profesión que nunca ejerció. Luego regresaron a la capital y en un encuentro con el dramaturgo y Maestro Manuel Galich,  se inició  el desarrollo de su verdadera vocación: el Teatro.

Consuelo Carrillo (Cony), su hermana, relata que: “Desde niño en la casa paterna montaba pequeños escenarios con cajas de cartón y tí­teres, jugaba con ellos guiado por el deseo de hacer reí­r a su pequeño público que empezaba por sus hermanos y el servicio  doméstico y este deseo permaneció vivo en él a lo largo de su vida y de su obra literaria. Le fue posible hacer un aporte al mundo de intentar liberar a la gente de la angustia, del sufrimiento y el miedo porque era poseedor de la clave, desde que despertaba, de hacer de ese momento el primero  de su vida  y lo empezaba silbando o cantando. Sabí­a y podí­a hacer teatro de todo lo prosaico. El teatro de Hugo Carrillo se desliza entre el drama y la comedia, desarrollando los temas en incidentes y cosas que le suelen ocurrir  a la gente del pueblo, de la calle, del mercado y de los salones, con lo cual logra provocar lágrimas y risas en las que el público siempre reconoce un murmullo subterráneo que trasciende confesionarios, cálices y hostias”

Hugo Carrillo en sus numerosos abordajes y creación teatral, nunca se encerró en un solo personaje o situación especí­fica, haciendo transitar al público por diferentes personalidades, con el fin de ejemplificar la gracia e ingenuidad de lo simple que es la otra cara de la ignorancia prototí­pica del subdesarrollo, como en “La herencia de la Tula” por ejemplo, en contraste con  otras facetas de opresión y sufrimiento bajo dictaduras militaristas con  matiz inquisitorial, como lo presenta en “El corazón del espantapájaros”.

El teatro de Hugo va dirigido a escenificar el drama de los paí­ses marginados, empobrecidos y explotados, presentando situaciones y personajes  arquetí­picos de los pueblos latinoamericanos. Por otra parte, el pensamiento de Hugo englobaba la muerte y al mismo tiempo el descubrimiento de la alegrí­a de vivir í­ntimamente. Esta fue una constante a lo largo de todo su  quehacer literario, en su forma de vivir, en su relación con el mundo y los demás,  buscándose  a sí­ mismo encontró el sentido de su vida en el servicio, la solidaridad y ante todo el  valor  de la fraternidad y la amistad.

El humor era rasgo esencial de la personalidad de Hugo Carrillo. Nos hací­a reí­r pero también pensar. Nos hací­a “suave el instante”, que es este paso breve de la vida. Pero detrás de sus bromas y sus geniales ocurrencias habí­a un sentido profundo de la existencia.

Todo comenzó en 1950 cuando debutó, como actor, en el Teatro al Aire Libre de la recién inaugurada Ciudad Olí­mpica, donde y coincidiendo con los Juegos Centroamericanos y del Caribe se llevó a cabo una temporada de Autores nacionales, con la figura central de Manuel Galich. Era los tiempos del gran despertar cultural que la Revolución del 20 de Octubre habí­a propiciado. Los tiempos del Saker ti, que significa amanecer en cachiquel.

“Tení­a 21 años-cuenta Hugo- y con esta experiencia comencé a llenarme de luz. Me fui a Europa en 1955, con 20 dólares en un barco italiano de papel, en un camarote de tercera. Al poner pie en tierra y tomar posesión de Italia en nombre de Tecún Umán, perdí­ uno de mis dos billetes de diez dólares. Llegué a Roma sin una lira pero me quedé en Europa tres años y allá me recorrí­ a mí­ mismo, navegando por las venas de mi propio corazón”.

Hugo regresó a Guatemala con un caudal de experiencias y una obra propia bajo el brazo. Sabemos que fue en 1959 cuando se estrenó La Calle del sexo verde, que vino a revolucionar la historia del teatro contemporáneo  guatemalteco, a cambiar la perspectiva y el punto de vista de lo que era verdadero teatro y lo que sólo era sainete, comedia barata o mera repetición local de clásicos mal adaptados.

La calle del sexo verde rompió el mal hechizo del teatrito costumbrista. Hugo Carrillo conocí­a las estructuras del arte dramático, como muy pocos autores centroamericanos. Y puso el conocimiento a funcionar en el sentido de lo propio. El actor y arqueólogo y académico Francisco De León que lo conoció muy bien afirma: “El maestro Carrillo era una enciclopedia teatral rodante, no habí­a género teatral  que no conociera ni técnica teatral que no dominara, de sus recuerdos del teatro Brechtiano, en Alemania, su estadí­a en México donde compartió junto con Samara de Córdoba un sin fin de aventuras, hasta cuando estando “exilado” –como el me decí­a- en un pueblecito de Escuintla donde escribió la adaptación del Señor Presidente con la vigilancia de más de mil quiebrapalitos en un cuartucho húmedo. Nunca lo vi sucumbir, siempre fue y ha sido para mí­ el hombre más valiente que jamás he conocido.”

Tiene razón Francisco de León. Hugo Carrillo nos enseñó no sólo teatro y literatura sino a “vivir la vida”. También a ser lo que el poeta Luis Cardoza y Aragón llamaba “ser guatemalteco”, es decir sentir y expresar lo universal desde lo nacional. Hugo era un gran cosmopolita, pero llevaba a su paí­s en el bolsillo, y en el alma. Con él aprendimos que la mejor obra de arquitectura guatemalteca puede ser un volcán de Agua u otro de Fuego.

Hugo era también, sin duda, un san carlista de pecho y madera. Si nos transportáramos ahora mentalmente al estreno de La Chalana por la compañí­a de teatro de la Universidad Popular en 1977, dirigida por el maestro Rubén Morales Monroy, verí­amos al público poniéndose de pie y cantar con los actores: “Matasanos practicantes…”.

– Cómo definirí­a usted su teatro, le preguntó alguna vez, Norma Carrillo?
– Cómo defino mi teatro? No lo defino. Lo escribo. Mi teatro es como mi vida y mi tierra. Agua con adjetivo. Agua con adjetivo. Agua ardiente… caliente… templada… fresca… que se yo… Mi vida está profundamente ligada a un paisaje. Mi teatro también. Sé y lo saben todos los que conocen mi teatro, que es auténtico. Y por auténtico digo vital. Sangrante no sangriento. Dolido no doliente. Estelar no estrellado… y nada de atrás o de adelante: de hoy.

De los amigos de Hugo y de Hugo como amigo, se podrí­an escribir páginas enteras donde se contarí­an hermosas, tiernas, humanas anécdotas. Me limito a dar una lista desordenada de nombres, dentro de muchos que faltaran: Ligia Bernal, Zoila Portillo, Consuelo Miranda, Concha Deras, Samara de Córdova, Marí­a Mercedes Arrivillaga, Javier Pacheco, Ramón Banús, Mario Monteforte Toledo, Miguel íngel González, Rubén Morales Monroy, Manuel José Arce, René Molina, Marina Coronado, Tasso, Luz Méndez de la Vega, Roberto Cabrera y Judith González, sin olvidar a su propio alter ego Frans Mez ni tampoco a Don Fausto el peluquero, que se sabí­a toda la historia de Guatemala y se la contaba a Hugo mientras le cortaba el cabello en una peluquerí­a mí­tica de la zona uno. Tampoco olvidar a la Nia Licha, una viejita de provincia que le hací­a jaleas de higo y sus adoradas canias de leche y de coco ni a otra señora que debe tener como ciento treinta años ahora, si es que vive, y que invitaba a Hugo a un café con leche y champurradas, mientras platicaban de “historias de las de antes”, en una emblemática tiendita por la Avenida de los írboles.

Hugo Carrillo, ciudadano esencial de las tablas guatemaltecas. Lo que se pueda decir se quedará siempre corto: el autor, el director, el escritor, el fundador de elencos y compañí­as, el profesor, el poeta, el polí­glota, el amigo, el humorista, el rebelde. Consigno sin embargo un diálogo lejano, cuando yo mismo comenzaba a escribir en los periódicos y en otras partes y dudaba, yo dudaba. Siempre se duda cuando se mete uno a esto de hacer letras con las letras. “Hugo –le pregunté– podés vivir del teatro, de lo que escribí­s? “  Como un relámpago dulce y certero me respondió: “si no escribo me muero…si dejara de escribir y me dedicara a otras cosas más rentables, mi cuerpo vivirí­a seguramente mejor pero mi alma se morirí­a. No, todos los dí­as al sentarme ante la máquina de escribir me digo: muera la muerte y comienzo a escribir!”