El ser humano juega para sentirse fuera de este mundo, juega para ser de otro modo o para romper con sus propias ataduras y sus propias censuras para apartarse de la vida cotidiana. Lo que en la etapa infantil es la cotidianidad de las personas, en las etapas posteriores de la vida se convierte en una oportunidad de salirse de la realidad para entregarse completamente a su elección de jugar. Las finalidades de jugar tienen que ver con dos beneficios, lo hacemos para satisfacer una necesidad de relajamiento o para adquirir seguridad y elección de sí mismos, jugamos para asumir roles importantes y serios en la vida. Las personas jugamos en la cotidianidad para alejarnos de ella. Aún recuerdo el juego de sumar el número de registro de los tickets de bus para buscar la suma de 21 que se podía cambiar por un beso con la chica de la escuela, o la jerigonza que se inventaba en la escuela al agregarle las sílabas pa a todas las palabras. El juego va más allá de una pelota o de una cancha o de un juguete, está relacionado con los valores que asumimos y con las máscaras que nos imponemos para interactuar con los otros, el juego por lo tanto está relacionado con la cultura; un pueblo que no se ríe y que juega poco es un pueblo reprimido y con temor de asumirse como tal.
En este sentido, hay que decir que hay una pulsión de jugar con la que nacemos porque en la primera parte de la vida no hay barreras; aprendemos y reconocemos la realidad circundante a través del tacto y luego jugando. Esto es el impulso lúdico que poco a poco se va perdiendo y le va dando paso al convencionalismo, a las imposturas, a los valores que se tatúan en la familia y nos van moldeando una lógica de entender la realidad. Por esta razón en la naturaleza del juego está el poder que adquirimos al permitirnos imaginar otros mundos y otras formas de relacionamientos que nos permiten la transgresión de las normas, el rompimiento con el orden establecido, en el período de tiempo que jugamos. La noción del juego o de lo lúdico no es algo formal, es serio o alegre pero es un contrasentido jugar como resultado de una orden o mandato. En alguna ocasión escuché que una maestra le decía a sus alumnos «jueguen con orden»; también es ejemplo de este contrasentido las instrucciones de la madre o el padre a los hijos indicando ordenar los juguetes al terminar el acto de jugar.
Jugar se trata de recuperar el impulso inicial que ha sido sistemáticamente prohibido por la sociedad de consumo y el modelo de acumulación capitalista que se ha encargado de domesticar las mentes y enfocarlas en producir y consumir; jugar por tanto se trata de hacer altos que son espontáneos o que son planificados, para jugar y conocer nuestras limitaciones y alcances. En ese contexto, jugar también se trata de recuperar los lugares y las formas de jugar; los niños y los jóvenes ya no juegan en las calles, lo hacen en la seguridad que provee el condominio y la casa, peor aún se abstraen en la soledad de su celular o de su Factbook, asumiendo otras identidades para permitirse asumir otra identidad. Cada pueblo tiene su forma de jugar y de colectivizar el juego, en el caso guatemalteco hay muchos ejemplos de actos lúdicos tradicionales que se han ido extinguiendo ante el encantamiento tecnológico, lo que obliga a pensar la calidad de la interrelación social y la posibilidad de un hecho que está satanizado en la lógica capitalista, que nos ha programado para hacer, producir, trabajar sin parar y jamás descansar porque existe en la conciencia que recrearse es perder el tiempo. Al final el juego es un acto liberador y evacuador de tensión, pero ante todo es ocio que produce satisfacción de pensar el juego que todos jugamos, la vida.