«Hojas de hierba», de Walt Whitman


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“Si tuviera que recomendar un solo libro para un viaje, no dudarí­a en meter entre vuestra ropa fresca y limpia esta joya”.

“Hojas de hierba”, de Walt Whitman, es la confesión total de un hombre tolerante, bueno, comprensivo y misericordioso, que poseyó el don poético genial y quiso explicar su posición respecto de Dios, del Universo y de los problemas fundamentales del ser humano.

José Carlos Garcí­a Fajardo
lahora@lahora.com.gt

Whitman, el más grande de los poetas norteamericanos, nació en Long Island, cerca de Brooklyn, por entonces una aldea de Nueva York, en mayo de 1819.

En diversas épocas de su vida ejerció los oficios más diferentes: fue maestro de escuela, carpintero, topógrafo, director de periódicos, empleado público, tipógrafo y enfermero de hospitales durante la guerra. Descendió de dos razas robustas, de labradores ingleses por lí­nea paterna y de marineros holandeses por su “madre perfecta”. Fue hermoso de cuerpo, fraterno y acogedor. No tuvo una educación programada. Sus grandes maestros fueron la vida activa y variada de la ciudad en su corazón de Manhattan, el contacto directo con la naturaleza desde los Grandes Lagos fronterizos con Canadá hasta Nueva Orleáns, manteniéndose con sus colaboraciones en los periódicos. Y sus desordenadas lecturas: los clásicos griegos, Shakespeare, Hegel, Cervantes, la Biblia, los poetas románticos ingleses y libros de ciencias popularizados. í‰l mismo ha contado cómo hizo esas lecturas en soledad, entre las rocas de su isla nativa, “en la presencia total de la naturaleza, bajo el sol, ante las vastas perspectivas del paisaje o del mar”.

En medio de una sociedad puritana, Whitman tuvo el valor de ser él mismo y de enfrentarse a todos, sin tapujos ni represiones. Amó con toda las fuerza de su alma y de su cuerpo y cantó la belleza y padeció con el dolor de los heridos en las batallas.

Hojas de hierba es una gran Utopí­a que se fue haciendo a lo largo de setenta años y que es fruto de su experiencia personal y de sus anhelos. El Canto a mí­ mismo es una epopeya inmortal. Es el poeta de la naturaleza, de la alegrí­a, de la claridad, del cuerpo humano y del sexo; sin que le importase ofender la pudibundez de los puritanos y de los hipócritas. í‰l mismo ha explicado su posición ante este delicado asunto: “Dulce, santa, serena Desnudez de la Naturaleza. ¡Ah, si pudiera conocerte realmente la pobre humanidad enferma, lasciva, de las ciudades! ¿No es entonces indecente la desnudez? No, en sí­ misma no lo es. Indecentes son vuestros pensamientos, vuestros temores, vuestra respetabilidad”.

Walt Whitman es el poeta del optimismo; su obra es rica y variada como el mundo. Su voz es la voz poética más intensa que haya vibrado jamás en el continente americano. A pesar de la miopí­a de mojigatos y de los reprimidos. Fue inmenso y cantó la libertad, la amplitud espiritual, el respeto al ser humano, la comprensión y el amor. Se manifiesta enemigo del formalismo religioso y de la coerción eclesiástica, apuesta con toda su vida por la concordia, la naturalidad y la convivencia en armoní­a.

Si tuviera que recomendar un solo libro para un viaje, no dudarí­a en meter entre vuestra ropa fresca y limpia esta joya.

“¡Y vosotros, en los siglos venideros, cuando me escuchéis!
¡Y vosotros, todos, en todas partes, a quienes no nombro en particular, pero a quienes incluyo aquí­!…
Cada uno de nosotros, inevitable.
Cada uno de nosotros, ilimitado.
Cada uno de nosotros con su derecho de hombre o de mujer sobre la tierra.
Cada uno de nosotros, admitido a los designios eternos de la tierra.
Cada uno de nosotros, tan divino aquí­ como otro cualquiera…
Avanzaréis y os pondréis a mi lado cuando sea hora…
Mi espí­ritu ha vagado, compasivo y resuelto, por el mundo entero.
He buscado iguales y amantes y los he encontrado dispuestos, esperándome en todos los paí­ses.
Creo que una divina simpatí­a me ha hecho igual a ellos…
Para todos vosotros, levanto la mano perpendicular, hago la señal.
La señal que permanecerá visible eternamente después de yo me haya ido.
Visible para todas las guaridas y hogares de los hombres”.

(¿Acaso no os sentí­s interpelados?) Yo, sí­. Y canto
“¡Oh, Capitán! ¡Mi Capitán!”…