Historias fantásticas de bandoleros mágicos coloniales


Como es de suponerse desde que se fundó la capital en este Valle de La Ermita se trasladaron también muchos delincuentes peligrosos.


Malhechores que al actuar bajo el manto de la noche, se escondí­an en lugares estratégicos al acecho de sus ví­ctimas. Actuaban en despoblado; y muchas veces en el corazón de la ciudad, se escondí­an en las puertas, y cuando el desprotegido caminante reaccionaba, estaba imposibilitado por un filoso cuchillo en al cuello.

De éste modo existieron los famosos Lanas del Barrio de La Parroquia y Candelaria, famosos por el valor y saña con que actuaban al asaltar a sus ví­ctimas; eran sanguinarios, y no mostraban ni lástima, ni remordimiento. A estos bandoleros no los asustaba nada ni nadie.

También se conoce a través de Viejas Crónicas de las famosas hazañas de dos bandidos que fueron muy famosos en su época; tal es el caso de Pie de Lana y Tucurú.

El primero; según se creí­a era un distinguido caballero de la época colonial, un prominente hombre acaudalado que se llamaba don Juan de Montejo, que bajo la cortina de la noche se convertí­a en el temible Pie de Lana, apodo que le quedó porque se amarraba en los pies trapos para no hacer ruido al caminar sobre el empedrado de las calles de La Nueva Guatemala.

Pie de Lana según la tradición, tení­a una de sus guaridas en el antiguo cementerio, que se ubicaba en lo que hoy es el Mercado Central, una tumba vieja era la fachada de ingreso a una amplia sala en el fondo de la misma donde acostumbraban reunirse en las noches oscuras a repartirse el botí­n después de dar algún golpe.

Pero al fin le llegó su dí­a y fue juzgado y sentenciado a la horca, su ejecución se llevó a cabo en un aguacatal que todaví­a existe atrás de la Ermita del Carmen.

Pero también se conoce a través de la tradición de las hazañas del famoso bandido Tucurú. í‰ste era un hábil ladrón, que se volví­a invisible, según la leyenda – para cometer sus fechorí­as, y así­ escapar sin que nadie lo viera. De esta forma cometí­a uno y muchos asaltos sin recibir castigo, ya que tení­a en jaque a las autoridades, hasta que un dí­a de tantos fue descubierto cuando se disfrazó de Jesús, al besarle un fiel en el pie, descubriéndole por el mal olor que despedí­a, notando que era de humano y no de imagen, pero éste hábilmente se hizo escurridizo, huyendo por las calles, hasta llegar a la plaza del pueblo de Jocotenango donde fue capturado por alguaciles jocotecos; y para que no quedara impune lo juzgaron y sentenciaron a muerte.

Siendo éste el acontecimiento más relevante cerca de la Ermita, a principios del Siglo XIX.

Tucurú se convirtió sin saberlo en el primer fusilado que hubo en La Nueva Guatemala.

Después de la muerte del Tucurú, las calles volvieron a ser otra vez tranquilas, especialmente la calle del Judí­o (hoy 4ª. Calle) al pie del Cerro del Carmen, pero esta tranquilidad duró hasta 1830, ya que lo hermoso de esta calle se vio manchada por los crí­menes que allí­ se cometí­an, ya que estos lares eran los dominios de los temibles delincuentes. Y eran los tiempos de Francisco Armendáris, Luis Godí­nez (a) «el Culeco, Manuel de León (a) el Negro, y muchos otros. Estos sujetos eran famosos entre sus camaradas por la habilidad de manejar el cuchillo en las frecuentes riñas que formaban.

Años más tarde figuró el bandido «Chico Cristo».

José Milla y Vidaurre nos cuenta – «que cuando las personas salí­an del Teatro de Carrera hasta los más valientes temblaban de miedo al salir a las calles de la ciudad. Figurábanse que con la oscuridad habí­an salido de sus sepulcros los difuntos y ya olvidados lanas, y que estaban apostados de tres en tres en cada esquina, para pedir «la bolsa o la vida» a los transeúntes».

«Un famoso lana fue Francisco Vargas o Chico Araña – era provocativo y pendenciero, cargaba fierro – por su valor y cualidades – al empezar a asaltar personas y quitarles sus pertenencias.

Su nombre empezó a ser conocido en ciertas recónditas localidades. Desde la Pila de La Habana hasta la del Martinico y desde la laguna de San Juan de Dios hasta el Callejón del Judí­o, no se hablaba de otra cosa que de sus hazañas. Sus operaciones eran en la ciudad y se extendieron por toda la República.

Se le acusaba de hechos que cometí­a y hasta de los que no cometí­a. Pasaba la mitad de su vida en su casa y la otra mitad en la cárcel. Chico Araña era experto en disfrazarse, al extremo que una de tantas veces que estuvo preso, se disfrazó de mujer para escapar, ayudándole su pequeña estatura y su falta de barba.

A sus compañeros los condujeron a la cárcel de hombres y a Araña se lo llevaron a la de mujeres, así­ vivió por un tiempo hasta que se sospechó y se lo llevaron a la de hombres, luego de veintiséis meses, Chico fue condenado a diez años de prisión – al cumplir su condena, ya algo viejo se convirtió en un agente del orden público, todo un señor gendarme.

Chico Araña fue posiblemente el último lana.

Juan Garvaldo