Historias de oficina


1. EL COMPAí‘ERO EULOGIO

Cuando entré, estaba durmiendo. La silla reclinada, la cabeza recostada en la pared, los brazos cruzados. Tomé del escritorio tres libros gruesos, los levanté a la altura de mi cabeza, y los dejé caer. El ruido fue grande, pero él no se movió.


Por Antonio Cerezo

Volví­ a repetir el proceso. La única diferencia fue que lancé los libros con fuerza. El estruendo sólo lo hizo levantar levemente un párpado, mí­nima señal de que estaba volviendo a la vida.

Qué sueño más pesado! le espeté. ¿Te desvelaste anoche?

Tal parecí­a que hablaba con la pared. El hombre seguí­a durmiendo.

De momento no supe qué hacer: si salir de la oficina, sentarme a esperar un rato, o zangolotearlo. Me parecí­a inconcebible que con tal relajo no despertara. La hablé de nuevo:

Vos… Eulogio… oí­me! ¿Estás enfermo? ¿Qué te pasa?

De no haber sido por aquel leve movimiento del párpado, hubiera pensado que estaba muerto. Por un momento me afligí­; ¿y si le habí­a dado un ataque? Y si tení­a la presión tan alterada que le impedí­a todo movimiento?

Eulogio! Mi voz retumbó en la oficina: Eulogio, Eulogio! Nada. Ahora ni siquiera el leve movimiento del párpado. Me decidí­: le tomé del brazo y tiré de él. El brinco fue descomunal.

Qué… qué, ¿qué pasa? No jodás, Pedro, es que no puede uno estar tranquilo en esta oficina? Eso si no me gusta: que me despierten de manera tan violenta; y la próxima vez…

Calmate hombre, lo que pasa es que tengo rato de estar haciendo ruido, hablándote en voz alta y vos como si nada. Pensé que algo te habí­a sucedido.

Ah, no hombre, es que estoy un poco cansado. Anoche no dormí­ bien. Además estoy algo sordo.

Ja! Algo, pensé yo para mis adentros, si sos más sordo que una tapia!

Bueno, me alegro que no haya sido nada. Pero cuando uno está cansado, debe quedarse en su casa; para qué venir en esas condiciones a la oficina? Una llamada telefónica y avisás que estás enfermo.

No, no me gusta quedarme en casa. Yo necesito ver la luz del sol, llenar mis pulmones de aire, ver a los compañeros de oficina…

Encerrado en mi casa me muero, Pedro; además, allá no tengo nada que hacer.

1. LA FUNCIí“N DEL VENTILADOR

No. No es una gata de Angora, ni Siamés ni mucho menos. Tiene la prestancia, eso sí­, de las que viven siempre entre sábanas de seda, o que se enroscan en un sillón de terciopelo. Además, es un ejemplo digno de desfachatez. Porque habrase visto cosa igual: acostarse en el sillón de la sala donde concurren tantos visitantes en busca de información o de una platiquita que renueve el espí­ritu. Claro que no se trata de una sala pública, sino de la sala de espera en la oficina del jefe. Uno de los tantos de la oficina.

Ayer entré ahí­. Al nomás trasponer la puerta pude ver los pies callosos, angostos y largos. No pude hacer lo mismo con las piernas pues las cubrí­a el saco del jefe. La oficina estaba en la penumbra. Tuve el impulso de retirarme, pero una vocecilla me indicó: no está.

A qué horas viene?

No sé, se acaba de ir.

La hediondez me llegó de pronto. De dónde vendrí­a el mal olor? Mi cerebro logró determinarlo casi de inmediato: la gata echada sobre el sillón; sí­, esa de los pies de hojaldra con callos, se acababa de tirar un pedo.

Salí­ decepcionado y como la gran diabla. Cómo era posible tal cosa en una oficina seria y responsable como la mí­a? No estaba dispuesto a permitirlo. El Gran Jefe tendrí­a que oí­rme.

No, me dijo, es que la pobre está enferma.

Qué estupidez, y por qué no se va a su casa?

Porque vive sola.

Increí­ble. Absolutamente inconcebible la postura del Gran Jefe. Habí­a sido yo quien soportó el mal olor, el triste aspecto, la impresión deplorable; pero, y si hubiera sido uno de los verdaderos jefes? Decidí­ regresar a hablar con ella.

Le expliqué lo feo que en una oficina era encontrar a una mujer acostada, lo mal que hablaba de ella esa situación y, sobre todo, lo inaguantable del mal olor que producí­an sus pedos.

No te preocupés, me dijo, encendé el ventilador.

2. LA ODISEA DE SIAM

Siempre me ha gustado la eficiencia de la oficina. Es única.

Cuando querés conseguir permiso para salir, te lo dan de inmediato. Si lo que te urge es un trago a las siete de la mañana porque te estás muriendo de la goma, te dan tres, cuatro, o los que querrás; si tu urgencia es asistir al velorio de un amigo, tenés ví­a libre. Hasta para morirte, te pagan el entierro y la viudita no tiene porqué molestarse. Te echan tierra encima para volver a ser polvo, según las sagradas escrituras.

En lo que sí­ fallan un poco es cuando se trata de asuntos de trabajo.

El otro dí­a necesitaba dos galones de gasolina para reponer algo de los cuatro que habí­a gastado en asuntos oficiales. Le hablé a la jefe ( ya dije por ahí­ que mi jefe es una mujer, y no es que trabaje en mi casa ni mucho menos); la jefe me dijo sí­, claro, con muchí­simo gusto.

Sólo decile a Marí­a que prepare un memorando y que me lo pase para firma.

El memorando estaba bien hecho. Me consta. Las justificaciones eran perfectas, tal y como lo dice el manual de la oficina. La jefe no tuvo ningún empacho en firmarlo.

Ahora llevalo a Contabilidad, me dijo.

La agradable compañera Contadora me recibió con una sonrisa de oreja a oreja: ya tengo la copia del memo aquí­, en cuanto me desocupe se lo doy.

Tres horas después recibí­ la llamada:

Señor Siam, tenga la bondad de pasar con la señorita Maritza para que lo apunte en el libro de las donaciones.

Estaba afligido. No porque se me fuera a dar una «donación» de este tipo, sino por tanto tiempo de retraso.

Adelante señor Siam. Por favor firme aquí­; el recibo también. Ahora puede llevar este vale donde la señorita Moravia para su visto bueno.

Puta, me dije, tanto trámite para un par de galoncitos de gasolina. Mejor hubiera pedido un trago.

Vaya de nuevo, me dijo la señorita Moravia, donde la señora Contadora para que le firme el vale y se lo selle.

Mi paciencia estaba llegando al lí­mite. Tení­a ya una mañana de atraso en el trabajo y debí­a dar aún más vueltas que un trompo. Sin embargo fui con la Contadora; me firmó y selló el vale.

Ahora dónde? pregunté con timidez.

Eso es todo, me dijo, aquí­ las cosas las hacemos rápido para que se pueda trabajar con eficiencia. Está servido.

Salí­ sin saber si reí­r o llorar. Tení­a el vale en la mano con sus sellos, firmas y todas las de ley. Y me habí­a costado sólo una mañana!

Realmente no fue tanto, me dije, estoy exagerando.