En este febrero, mes del cariño -y para variar un poco- quiero compartir dos relatos que escuché hace algunos años, mucho antes de que nos inundara esa marejada de e-mails, de los que sólo un 3% destacan en medio del  97% de basuritas; son dos historias que lejos de ser acarameladas o románticas, son tiernas pero tienen el mérito de resaltar la esencia de lo que verdaderamente es el amor. La primera nos cuenta de una niña que había nacido de menos de 3 libras y con cierta dolencia y necesitaba urgente una transfusión de sangre. Empezó la búsqueda de compatibilidad entre los parientes cercanos. El padre no, tampoco la madre, ninguno de los abuelos, ni los tíos ni primos; tal vez algún amigo o acaso en un banco de sangre. Tampoco. La situación de la recién nacida se agravaba. Finalmente ponderaron lo impensable, pensaron en alguien cercano que, por sus escasos 7 añitos habían dejado de lado. Pero ni modo era el último recurso, y de los exámenes resultó ¡positivo! su sangre era totalmente compatible. Pero con todo había que preguntarle: Niño ¿quieres salvar a tu hermanita? Claro, contestó, ¿Qué debo hacer? Pues darle tu sangre. Extrañamente el niño se quedó pensando por un largo rato, finalmente dijo ¡sí! ¿Me va a doler? Sólo un pequeño pinchazo al principio. Está bien. Entonces colocaron una camita al lado de la incubadora y, como lo anunciaron, le hicieron el pinchazo al niño que hizo una mueca de dolor. La sangre empezó a fluir. Estando recostado el niño jala la bata blanca del doctor y le pregunta ¿doctor, usted me va a avisar cuando yo me empiece a morir? Al principio el galeno no entendió la pregunta, pero cuando la comprendió en toda su dimensión se salió de la sala a llorar en el corredor  ¡el niño pensó que se le pedía el máximo sacrificio, su vida, a cambio de la de su hermana! En sus 30 años de ejercicio había sido testigo de muchos gestos de amor, pero nunca lo había pulsado. Nunca había acariciado sensiblemente el amor. Casi había tocado el santo grial con sus manos. La segunda historia sucedió al término de la Segunda Guerra Mundial. Tras la desmovilización general, Francois regresó a su pueblo; a lo que quedaba de él. Apenas ubicó las ruinas de lo que un día fue su casa. La esposa Michelle había fallecido durante la guerra y supuestamente el hijito pequeño quedó en manos de unos familiares. Pero éstos no aparecían. Empezó luego la afanosa búsqueda. Aislada información daba cuenta de que al niño lo llevaron a un hogar en una ciudad cercana. Buscó en otros hospicios de las ciudades cercanas. Nada. Finalmente una pista lo condujo a un hogar con unas monjas a varios kilómetros del lugar. Allí habían llevado al pequeño Albert, pues su madre había fallecido de tuberculosis. La madre superiora le hizo pasar entre todos los niños para ver si los reconocía. Cuando se enlistó en el ejército Albert tenía dos años ¡cómo reconocerlo! Todos los niños de 5 y 6 años se parecían tanto. Finalmente localizó uno que de alguna manera reproducía los gestos de su querida Michelle. ¿Era él? Muy difícil saberlo. Con buen tino la madre superiora le sugirió que se llevara al niño unos días para convivir con él y determinar si afloraban algunos recuerdos o semejanzas especialmente con la conversación. Pero el niño se mantenía callado, muy serio. En vano intentaba animarlo, lo llevaba a comer helados, al parque, al cine que acaban de reabrir. Nada, silencio. Vencido el padre decidió que al día siguiente lo iba a devolver al orfelinato, muy descorazonado por dos razones: por él porque nunca iba a recuperar a su hijo y por el niño porque nunca iba a crecer con su papá. De noche se escuchó la bulla de una feria a dos cuadras del hotel. ¡Vamos a dar una vuelta! En un estante se exhibían para venta una colección de animales de peluche. Sus ojos se detuvieron en un osito que le había comprado al bebé pocas semanas antes de ir al frente. Alberto lo llamó ¿Cómo es que lo llamó? A sí: Tomasito. ¡Cómo se parece a Tomasito! Bueno, se lo voy a comprar a este niño para que le quede de recuerdo. ¿Cuánto vale? Aquí tiene. Toma niño. Cuando el niño vio al osito le brillaron los ojos y como despertando por primera vez soltó un grito: «Tomasito has vuelto».