Historias de amor y de cariño


Luis Fernández Molina

En este febrero, mes del cariño -y para variar un poco- quiero compartir dos relatos que escuché hace algunos años, mucho antes de que nos inundara esa marejada de e-mails, de los que sólo un 3% destacan en medio del  97% de basuritas; son dos historias que lejos de ser acarameladas o románticas, son tiernas pero tienen el mérito de resaltar la esencia de lo que verdaderamente es el amor. La primera nos cuenta de una niña que habí­a nacido de menos de 3 libras y con cierta dolencia y necesitaba urgente una transfusión de sangre. Empezó la búsqueda de compatibilidad entre los parientes cercanos. El padre no, tampoco la madre, ninguno de los abuelos, ni los tí­os ni primos; tal vez algún amigo o acaso en un banco de sangre. Tampoco. La situación de la recién nacida se agravaba. Finalmente ponderaron lo impensable, pensaron en alguien cercano que, por sus escasos 7 añitos habí­an dejado de lado. Pero ni modo era el último recurso, y de los exámenes resultó ¡positivo! su sangre era totalmente compatible. Pero con todo habí­a que preguntarle: Niño ¿quieres salvar a tu hermanita? Claro, contestó, ¿Qué debo hacer? Pues darle tu sangre. Extrañamente el niño se quedó pensando por un largo rato, finalmente dijo ¡sí­! ¿Me va a doler? Sólo un pequeño pinchazo al principio. Está bien.  Entonces colocaron una camita al lado de la incubadora y, como lo anunciaron, le hicieron el pinchazo al niño que hizo una mueca de dolor. La sangre empezó a fluir. Estando recostado el niño jala la bata blanca del doctor y le pregunta ¿doctor, usted me va a avisar cuando yo me empiece a morir? Al principio el galeno no entendió la pregunta, pero cuando la comprendió en toda su dimensión se salió de la sala a llorar en el corredor  ¡el niño pensó que se le pedí­a el máximo sacrificio, su vida, a cambio de la de su hermana!  En sus 30 años de ejercicio habí­a sido testigo de muchos gestos de amor, pero nunca lo habí­a pulsado. Nunca habí­a acariciado sensiblemente el amor. Casi habí­a tocado el santo grial con sus manos.  La segunda historia sucedió al término de la Segunda Guerra Mundial.  Tras la desmovilización general, Francois regresó a su pueblo; a lo que quedaba de él. Apenas ubicó las ruinas de lo que un dí­a fue su casa. La esposa Michelle habí­a fallecido durante la guerra y supuestamente el hijito pequeño quedó en manos de unos familiares. Pero éstos no aparecí­an. Empezó luego la afanosa búsqueda. Aislada información daba cuenta de que al niño lo llevaron a un hogar en una ciudad cercana. Buscó en otros hospicios de las ciudades cercanas. Nada. Finalmente una pista lo condujo a un hogar con unas monjas a varios kilómetros del lugar. Allí­ habí­an llevado al pequeño Albert, pues su madre habí­a fallecido de tuberculosis.  La madre superiora le hizo pasar entre todos los niños para ver si los reconocí­a. Cuando se enlistó en el ejército Albert tení­a dos años ¡cómo reconocerlo! Todos los niños de 5 y 6 años se parecí­an tanto. Finalmente localizó uno que de alguna manera reproducí­a los gestos de su querida Michelle.  ¿Era él? Muy difí­cil saberlo. Con buen tino la madre superiora le sugirió que se llevara al niño unos dí­as para convivir con él y determinar si afloraban algunos recuerdos o semejanzas especialmente con la conversación. Pero el niño se mantení­a callado, muy serio. En vano intentaba animarlo, lo llevaba a comer helados, al parque, al cine que acaban de reabrir. Nada, silencio. Vencido el padre decidió que al dí­a siguiente lo iba a devolver al orfelinato, muy descorazonado por dos razones: por él porque nunca iba a recuperar a su hijo y por el niño porque nunca iba a crecer con su papá. De noche se escuchó la bulla de una feria a dos cuadras del hotel. ¡Vamos a dar una vuelta! En un estante se exhibí­an para venta una colección de animales de peluche.  Sus ojos se detuvieron en un osito que le habí­a comprado al bebé pocas semanas antes de ir al frente. Alberto lo llamó ¿Cómo es que lo llamó? A sí­: Tomasito. ¡Cómo se parece a Tomasito! Bueno, se lo voy a comprar a este niño para que le quede de recuerdo. ¿Cuánto vale? Aquí­ tiene. Toma niño. Cuando el niño vio al osito le brillaron los ojos y como despertando por primera vez soltó un grito: «Tomasito has vuelto».