Serían las nueve de la noche de ese domingo cuando el padre de familia está por conciliar el sueño. Pensaba en lo que el ministro protestante les había aconsejado a los miembros de la pequeña congregación respecto a que no dejaran de hacer el bien, aunque no recibieran reconocimiento alguno y ni siquiera las gracias, pero que Dios les daría mejor recompensa.
En eso suena el timbre del teléfono. Es su hijo menor. Le cuenta que cuando iba a dejar a la novia a su hogar, en la Avenida La Reforma una mujer de unos 30 años le había hecho señales con la mano, dando a entender que deseaba hablar por teléfono. El joven detuvo con recelo la marcha del automóvil porque cerca de la señora había un hombre de mediana edad con dos chicos tomados de la mano, en mangas de camisa. Un niño de 5 años y una de 3.
La mujer le dijo que los habían asaltado. Los delincuentes se apoderaron del vehículo familiar, despojándolos del dinero que portaban, sus valijas y tarjetas de débito y de crédito. Los tripulantes de una patrulla se limitaron a tomar parte de lo acontecido y se marcharon. La señora necesitaba llamar a su padre, en Salcajá, para contarle lo ocurrido y preguntarle si conocía a alguien en la capital. El joven le prestó su celular y le dio Q75 que tenía en su billetera.
Fue a dejar a la novia a su casa y emprendió el retorno, llamando a su viejo para preguntarle qué hacía. El padre, después de recriminar a su hijo por no prestar más ayuda, le dijo que buscara de prisa a la inerme familia quetzalteca. El muchacho inició la búsqueda. Después de media hora de transitar por calles y avenidas de las zonas 9 y 10 descubrió en medio de la penumbra al grupo familiar que caminaba lenta y estrechamente unido hacia Vista Hermosa, en la zona 15, en vez de buscar el centro de la ciudad.
Nuevamente el joven llamó a su padre. –Ya los encontré, papá, ahora ¿qué hago? El padre le indica que utilice su tarjeta de débito para obtener dinero en efectivo, que lleve a la familia a cenar a un restaurante de comida rápida y que les pregunte si quieren quedarse en un hotel decente o que, en todo caso, que los traiga a la casa para que duerman allí y a la mañana siguiente los llevaría a una empresa de transportes para que viajen a Quetzaltenango.
La familia devora las hamburguesas y le dicen al muchacho que a las once de la noche parte un autobús hacia aquella ciudad. El joven conduce a la familia al sitio que le indican, agradecen las atenciones. Sollozando reciben el dinero para pagar los pasajes y le piden el número de su celular para llamarle al día siguiente. Y anotan un número de su familia.
A las nueve de la mañana del lunes, el padre, intrigado, llama a ese móvil para preguntar por el grupo familiar. Responde la voz de una mujer joven. Dice que sus parientes arribaron sin contratiempos a Salcajá, pero que no podía darle más detalles porque iba manejando y que si deseaba hablar con sus familiares que llamara más tarde. No lo hizo.
El padre de familia comprendió la dimensión de las palabras del pastor evangélico dichas el día anterior. Han transcurrido cuatro meses y ni saben de la pareja y sus niños.