HISTORIA DEL AJEDREZ


Mario Gilberto González R.

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De todo lo que me enseñó don Rafael Tejeda Jacinto, -El barbero de mi barrio- fue aprender a jugar el Ajedrez. Jugarlo con inteligencia y con elegancia, como era su estilo. En silencio y mover las piezas con delicadeza sin causar el menor ruido para no perturbar la atención del contrincante.


Don Rafa era un maestro en el sentido de Marañón, que además de enseñar ama. El maestro debe de sentir amor por lo que sabe, por lo que enseña y a quien enseña. El barbero de mi barrio -la limpia Concepción- se distinguió, por esa cualidad del maestro, por su sólida formación académica y por su riquí­sima cultura general. Era ameno en la conversación y tení­a recursos suficientes para sostenerla. Sabí­a enseñar. Su método era desde lo más simple a lo más complicado. Si no hay buenos cimientos -me decí­a- no hay solidez en los conocimientos-

Yo era un niño de escasos doce años de edad y él un joven maduro, formado en el Seminario Conciliar de Xalapa, México.

Sus largos años vividos en México D. F., le permitieron tener un criterio amplio y visionario de ese México de grandes intelectuales, de palacios, de Adelita, Pancho Villa y Benito Juárez. De charros y mariachis, de chalupas, de corridos y tequilas. Lo distinguió siempre, su sencillez y su cariño para la juventud. Deportista en muchas disciplinas. Era lo que las buenas gentes llaman por su pureza «agua de cántaro.»

Maestros del ajedrez como Alexander Aliojin -Alekhin-, Akiba Rúbinstein y José Raúl Capablanca. Eran -entre otros- referentes magistrales para el dominio del ajedrez.

Para incentivar mi curiosidad y aprender a jugar el ajedrez y jugarlo tan bien como él, frente al tablero me contó esta historia, entre tantas que existen.

Sucedió en Babilonia. En una batalla contra su enemigo, el Rey perdió a su hijo- mayor. Fue tanto su dolor que se encerró en la torre de su castillo. Reviví­a con frecuencia las fases de la batalla y se culpaba él mismo de no haberle salvado la vida, a pesar de ser un estratega en los asuntos de la guerra.

Un joven supo del mal momento que atravesaba el Rey y solicitó se le permitiera visitarlo. El Rey accedió y el joven le mostró el juego del ajedrez, haciéndole esta reflexión.

El tablero es el campo de batalla. Las casillas, el sitio donde se colocan los combatientes y la lucha es similar a la de una batalla. Las piezas representan al Rey y la Reina, las torres el refugio de su castillo, le acompañan los consejeros (alfil), la caballerí­a (caballo) y los combatientes de a pie (peones). Agregó que cada pieza se mueve de forma diferente en el tablero, que adquiere un valor importante según la casilla que ocupe, que a la vez que ataque, debe de estar protegida por otra pieza. La estrategia está en moverlas de tal manera que, a la vez que defienden a su Rey, atacan al contrario hasta darle jaque y muerte. Le dijo también que para ganar en el juego, se hací­a necesario sacrificar la pérdida de una pieza importante. A modo que el Rey aceptara que la pérdida de su hijo, fue necesaria para ganar la batalla y salvar a su reino y de esa manera no se sintiera culpable.

El Rey se sorprendió al conocer ese juego, se tranquilizó y fue tanta su admiración, que le dijo al joven que en recompensa, le daba todo lo que le pidiera.

El joven también se sorprendió por la amplia oferta del monarca. Le daba todo lo que quisiera.

Y para demostrarle al Rey, la grandeza oculta del ajedrez, reconocido como juego-ciencia, le dijo: Majestad, os pido un grano de trigo por la primera casilla, dos por la segunda, cuatro por la tercera, ocho por la cuarta, diez y seis por la quinta casilla y así­ el resto por las demás casillas. El Rey accedió por la simpleza del pedido y ordenó darle en recompensa, el total de trigo que diera la última casilla.

Los sabios fueron los primeros sorprendidos. Al hacer los cálculos, la cantidad de granos de trigo era tan grande que no los tení­a Babilonia y era imposible complacer el pedido del joven.

La cantidad era de 18,446,744,073,709,551,615. ¿Tanto -dijo el Rey?- Sí­ Majestad, nuestros cálculos se quedan cortos -dijeron los sabios-. Dieciocho trillones, cuatrocientos cuarenta y seis mil setecientos cuarenta y cuatro billones, setenta y tres mil setecientos nueve millones, quinientos cincuenta y un mil seiscientos quince granos de trigo.

El Rey quedó asombrado y lo mismo le sucede a quien se inicia en el ajedrez y conoce esta fabulosa historia.