Es innegable que el futuro de nuestro país depende de las nuevas generaciones y de lo que desde ya estamos haciendo por ellas. Por esta razón, me resulta dolorosa cada noticia que sale a luz acerca de la vinculación de niños y adolescentes al crimen común y organizado, que no hace más que evidenciar cada vez más grotescamente, la enorme descomposición de esta nuestra sociedad.
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Y es precisamente esa degradación, de la que todos somos un poco culpables, la que nos debe llevar a una profunda reflexión alrededor de esta situación. El año pasado se reportaron 7,518 menores de edad involucrados en actividades delictivas y, si le sumamos los casos de 2012, la cifra aumenta a 11,809 casos. Es decir que de 2012 a 2013 el crimen infantil se incrementó en más del 50%, lo cual se constituye en un dato alarmante, pero más alarmante aún es que conociendo las causas que generan este fenómeno, muy poco se hace para afectar efectivamente esas cifras.
La incidencia del crimen infantil y juvenil genera entre distintos sectores un debate acerca de la forma en que debiesen ser procesados los menores que incurran en delitos graves. Sin embargo, habría que cuestionarse si lo que se necesita para atenuar esta situación es un disuasivo y si, el juzgar y condenar a estos menores como a adultos, funcionaría verdaderamente como tal.
Es lacerante para la sociedad recordar, por ejemplo, el caso de aquel niño de 12 años que a sangre fría disparó contra un taxista matándolo en el acto, o de aquel otro niño de 14 años que se convirtió en el verdugo de tres personas, entre ellas un bebé. Nada me tranquiliza tampoco la detención de aquellos 6 menores y una menor acusada de asesinato y diversos delitos, pues estoy convencida que los centros correccionales lo que menos harán es corregirlos.
La verdadera solución está en la afectación de las variables causantes de estas aberraciones. Sin ánimo de excusarlos, considero un tanto frío el señalamiento contundente de la sociedad a estas personas cuyo contexto, en la mayoría de casos, los transforma de víctimas a victimarios.
La proclividad de estos jóvenes al crimen no es producto de su naturaleza sino de circunstancias determinadas a las que el Estado debe prestar inmediata atención. Las causas de tan nefasta realidad se remontan a aquellas variables torales que crean la mayoría de los problemas de nuestro país: la pobreza, la escasa educación, la violencia legitimada dentro y fuera de los hogares, la inseguridad alimentaria y nutricional, la desintegración familiar, el abandono, las escasas oportunidades laborales, y, para mencionar algo un poco distinto, la enorme inclinación de muchos dentro de nuestra sociedad a obtener las cosas con el menor esfuerzo posible.
La seguridad en este país no debe tener únicamente cara de policía, la construcción de un sistema adecuado de seguridad pública debe ser multidimensional, no implica únicamente velar por la prevención y castigo del delito. Se trata en realidad de prevenir con un alcance mucho más amplio, en el que se debe contemplar la educación, planificación familiar, programas de prevención de riesgos para niños y jóvenes vulnerables, entre muchas otras. Alcanzar la seguridad no es cuestión únicamente de “Mano Dura”, luchar por nuestros niños y adolescentes debe ser una prioridad para el Estado y por supuesto, para usted y para mí también.