Juan B. Juárez
La pintura guatemalteca propiamente empezó con los paisajistas a principios del siglo XX. Ellos, en efecto, fueron los primeros que hicieron tema de un aspecto de la realidad nacional -el aspecto físico- y con ello crearon los cimientos de una conciencia estética que desde entonces no ha dejado de ampliarse y de recuperar para sí y para la leve identidad cultural guatemalteca otros aspectos -sociales, filosóficos, poéticos- que se conformaban con realizar copias y remedos de autores extranjeros, especialmente españoles, como le sucedió al propio Carlos Mérida en su juventud.
Desde hace más o menos tres décadas, sin embargo, el paisaje -y con él los paisajistas- ha sido señalado como un arte fácil, gratuito, sin conflicto, propio de las clases ociosas, cuando no escapista, comercial, complaciente, repetitivo y, sobre todo, pasado de moda. Para los que observan su desfase con la moda y las tendencias artísticas más actuales, el paisaje es un tema agotado, sin posibilidades de aportar nada nuevo ni al Arte con mayúscula ni a la leve conciencia estética del guatemalteco, como no sean románticas nostalgias y vanas ilusiones cívico-nacionalistas.
La crítica del paisaje ha sido despiadada a tal punto que los paisajistas de la actualidad, dándole la razón a sus detractores, ejercen su oficio un poco a escondidas, como si se tratara de un tema secundario del cual no cabe sentir el orgullo propio del creador original. Y es que sobreponerse a esa atmósfera, que para los paisajistas ya no es polémica sino abiertamente descalificadora y castrante, requiere una determinación sin flaquezas apoyada en un oficio superior y exigente que desmienta la atribuida facilidad del género y en una claridad de pensamiento que pueda salirle al paso a los encarnizados argumentos de los críticos a la moda.
Tal es el caso de Héctor Sitán (La Antigua Guatemala, Sacatepéquez, 1968), para quien los temas son inagotables, pues, según él, los únicos que se agotan son los artistas, y que, para mayor escándalo, hace paisaje de La Antigua, eso sí, con un oficio deslumbrante y prodigioso que rescata a la vieja ciudad del lugar común y hace que el espectador, sobre todo el más avezado y exigente, la vez con ojos renovados. He aquí el primer reto: ver a la ciudad colonial con ojos renovados en un momento en que la conciencia estética busca sus fundamentos en la antigí¼edad maya o en el arte del momento, olvidando que mucho de lo guatemalteco se fraguó en la época colonial, sobre todo los conflictos más profundos que padece nuestra sociedad actual. La ciudad de La Antigua, a diferencia de Tikal o cualquier otra ciudad maya de la antigí¼edad, no ofrece un pasado mítico sino un presente conflictivo, confuso y fundamental. Conviene, pues, verla con ojos renovados, a la luz de la conciencia estética, moral e histórica de la actualidad y no desde los lugares comunes -que también los hay- de la crítica y la historiografía artística y social de corte tradicional.
Sin duda porque tiene conciencia de la multitud de prejuicios que se levantan contra el paisaje, la minuciosa obra de Héctor Sitán tiene algo de rescate y defensa no sólo del vilipendiado género sino también de la libertad de expresión, sobre todo cuando ésta es una necesidad acuciante, realmente sentida por el artista y compartida por una sociedad necesitada de reconocerse a sí misma. El carácter de respuesta marca, pues, el derroche de preciosismo técnico que muestra el luminoso paisaje de Sitán, que se complace en perseguir la luz hasta en los más recónditos pliegues de la ciudad.
Como paisajista maduro en un ambiente hostil, el verdadero tema de su obra es la luz, no tanto la realidad que esta ilumina, aunque en su caso -y en el nuestro también- la ciudad de La Antigua tiene, de por sí, una fuerte carga emotiva. La luz de Sitán no tiene como referencia la luz de la realidad, sino que es autónoma, quizá derivada de una emoción primaria, pero igualmente ilumina la obviedad de unos parajes y una ciudad con una intensidad que, a medida que se disipa la tenue niebla del atardecer lluvioso, puede resultar hiriente y reveladora al mismo tiempo.
En medio de la bruma, en los cuadros de Sitán, la ciudad de La Antigua tiene el aspecto de un náufrago que ve con cierto desconsuelo la magnitud de la catástrofe. La luz descubre los rincones menos gloriosos de la ciudad soberbia: el verdín del musgo en las paredes descascarada; la soledad de la gente y de las casas señoriales reflejándose en los charcos de las calles vacías; las nubes grises con bordes dorados, la bruma que sofoca el color de las bugambilias. Ya no es la nostalgia sino la constatación de la tristeza que brota de la Colonia y se instala detrás de la alegre ciudad de los turistas.