Héctor Berlioz: su tiempo y su música


En las columnas anteriores hemos abordado el estudio de los compositores surrealistas más afianzados en el impresionismo de principios del siglo XX, como filosofí­a de su vida y guí­a de su arte.

Celso Lara

Es importante ahora, hacer una pausa, y dirigir nuestro interés a otros puntos musicales de la cultura occidental, en donde el romanticismo también cobró auge, a mediados del siglo XIX, como en la milenaria Francia.

En esta ocasión nos vamos a referir al único músico importante y destacado del romanticismo francés, incomprendido y desheredado en su época, pero que va a marcar derroteros imperecederos en la música francesa de mediados del siglo XIX hasta nuestra era Se trata de Héctor Berlioz, esa especie de genio, demonio y ángel demente que hechiza con su música a las generaciones postrománticas de la segunda mitad del siglo XIX.

Antes de escribir sobre la vida y obra musical de Héctor Berlioz, quiero dedicar esta columna como un homenaje a Casiopea, tierna esposa dorada, que resurge en cada motivo de mi vida impasible y maravillosa, porque mi amor le abraza las pupilas y las sienes, como abraza la tierra de Rivendel de donde brotó poeta y músico.

Abordaremos entonces, el espí­ritu de su tiempo, que de una u otra forma, determinan su manera de ser como músico, como hombre y como representante eximio de la cultura francesa.

Veamos, pues, como se concibió el romanticismo en Francia y en qué sitial se ubica Héctor Berlioz. «Trinidad romántica: Hugo, Delacroix, Berlioz».

Es Teófilo Gautier quien lo afirma, y el ardoroso combatiente del chaleco rojo en la batalla de Hernani merece ser escuchado: aunque su chaleco «se haya vuelto rosa» desde 1838, como dice él mismo, y se aleje del jefe de la escuela, Ví­ctor Hugo, para elevarse hacia un arte más perfecto y preparar el camino a Baudelaire, continuará defendiendo ardientemente al pintor de Dante y Virgilio en los infiernos y al compositor de La condenación de Fausto.

Este último, del que vamos a intentar evocar su vida y recordar su carrera, está, pues, presente en la era romántica; en esa magní­fica tormenta es también, evidentemente, el único músico francés. Ambas verdades son demasiado ciertas para que no tratemos antes que nada de definir el término romántico, aunque, según Guide, Valéry y algunos otros, sea una «locura» querer hacerlo.

En 1737, el abate Le Blanc, en una carta al presidente Bouhier, hablaba de ese «gusto que los ingleses llaman romántico y nosotros pintoresco». Todo el arte de la orquestación de Berlioz descansará sobre este último término. Pero muy pronto, y en su sentido etimológico, la palabra romanticismo significa concepción de la vida especial a lo «romance»; designa entonces una mentalidad de inspiración cristiana y norte-occidental, de la que sale un arte tendido hacia lo inaccesible, lo maravilloso y lo fantástico o lo misterioso; la «fatalidad» desaparece del mundo y el hombre se convierte en la unión y la aspiración mutua de dos almas a través del tiempo, el espacio y la muerte.

El hombre ve su propio reflejo en la naturaleza: la puebla, con Rousseau, «de seres quiméricos según su corazón», y esto explica, lo mismo que la presencia de La Divina Comedia sobre la mesilla de noche de la condesa d»Agoult y de Liszt, la admiración de Berlioz por Dante, Virgilio y Shakespeare, y la afinidad de su inspiración.

Por lo que se refiere a la historia literaria, si no a la historia del arte, el romanticismo designa una reacción contra el clasicismo, contra la inmovilidad que repugna a la naturaleza humana.

El movimiento arrancó de Alemania, y si se nota que Berlioz nació en la hora en que morí­a Klopstock, se puede aplicar naturalmente a La infancia de Cristo el juicio de la señora de Staí«l sobre La Mesiada: «Cuando empezamos a leer este poema, nos parece entrar en una gran iglesia en medio de la cual se hace oí­r un órgano.»