En Guatemala tenemos una elevadísima disposición a buscar las formas de jugarle la vuelta a las leyes del país y de hacer las cosas al revés de lo que está dispuesto. Es un fenómeno en el que al final de cuentas participamos prácticamente todos porque desde cuestiones tan sencillas como el respeto a las normas de tráfico hasta las más complejas como puede ser el cumplimiento de las leyes que pretenden combatir la corrupción, la burla a la ley parece ser un juego que todos jugamos.
Tenemos una Constitución buena con normas que, de cumplirse al pie de la letra, serían la base de una convivencia humana solidaria y ordenada, pero no sólo no la cumplimos sino que, además, culpamos a esas normas de nuestros problemas y por eso a algunos iluminados se les ocurrió convencer al Presidente de que se cambie la Constitución. El problema no está en la letra de nuestra Ley Fundamental, sino en la actitud de gobernantes y gobernados en el respeto que le debemos.
Las leyes que regulan las compras y contrataciones del Estado tienen suficientes requisitos como para que pudiera hacerse prevalecer la transparencia, pero siempre hay un atajo, una vuelta que se puede dar a la norma para evadir su cumplimiento y por ello vemos que todo se hace mediante los contratos abiertos, mediante los fideicomisos o la contratación de organismos internacionales que no están sujetos a fiscalización o de ONG que son pantalla de corrupción. Si todo eso falla, los acuerdos de emergencia se convierten en el último, pero no en el menos usado de los recursos para, de todos modos, mandar a la punta de un cuerno las disposiciones legales.
Y así es en todo. Si la ley marca un camino recto y claro, hay que buscar el subterfugio para darle la vuelta y lo mismo se hace para privatizar un negocio como el de la telefonía que para concesionar un puerto. Siempre hay una salida con apariencia legal porque nuestro entramado jurídico es demasiado endeble para contener la voracidad sin límite de nuestros políticos y nuestros empresarios.
De manera a lo mejor inconsciente, los ciudadanos terminamos haciendo lo mismo, jugando el mismo juego con nuestra vida diaria. Somos un país donde todos hablamos de derechos, pero el concepto del deber, de cumplimiento de la obligación está ajeno a nuestros criterios cotidianos. Los vicios no son únicamente de los políticos ni de los funcionarios o empleados públicos, sino que se han contagiado a todos los niveles. La hora chapina, por ejemplo, es muestra de ese irrespeto descarado que tenemos para cualquier norma o acto de respeto.
Minutero:
Cambiar la Constitución
no es nuestra solución;
más debemos perseguir
aprender a convivir