Por Camilo García
En la obra del pintor boliviano Hans Hoffmann, radicado desde hace bastantes años en Suecia, encontramos una propuesta artística original. En contravía del canon del arte posmoderno que hace época en la actualidad su pintura revela las posibilidades vivas que aún conserva el sujeto creador.







Su valor estético consiste en hacer brotar de los cabellos de una personalidad histórica, política o cultural, como Simón Bolívar, el Che Guevara, Olof Palme, Jorge Luis Borges o Augusto Strinberg, los cuerpos y los rostros de los personajes anónimos que acompañaron y sustentaron sus acciones o de las criaturas imaginarias que tomaron vida a partir de ellos. El retrato central destaca la presencia de un hombre que con su actividad contribuyó a crear la fisonomía real de la historia o que abrió un mundo nuevo de sentido con los signos del lenguaje. La intención manifiesta del pintor es, entonces, retener o cristalizar de nuevo en una imagen la inmortalidad de un hombre, de un sujeto que fue el origen de una obra que lo trascendió. Fin que consigue alterando radicalmente los códigos del retrato tradicional fundados en la representación de una individualidad única y aislada. Los creadores solamente pueden ser tales sólo si están situados en el medio de todos los demás que participan de su labor; en el centro de quienes en realidad los han creado al ser creados por ellos. Cada uno de ellos es autor del sentido y de la presencia del Otro en cuya figura sensible se revela ese lazo esencial que los integra.
Así, entonces, el retrato tiene aquí el significado cultural de indicarnos la trascendencia y perdurabilidad que tiene en el tiempo lo humano que se forja a sí mismo como obra común de múltiples seres que poseen un rostro propio, una identidad real. El hecho de realzar la imagen de la personalidad al colocarla en el centro del espacio pictórico no excluye la presencia individual de cada uno de los personajes olvidados y anónimos que forman el elemento más propio del espacio real de la historia. De esta manera, los que no tienen nombre, los que individualmente no existen, recobran la posición de ser semejantes al sujeto que forma el contenido de la memoria histórica; adquieren la posibilidad ser equivalentes en valor a los que han escrito con sus actos y sus obras sus signos perdurables. En el lienzo de Hoffmann se encuentra plasmado el recuerdo visible de todos aquellos que en silencio hicieron posible la permanencia de la figura que los reúne en torno a sí.
Pero ¿cómo no reconocer en la forma de estas imágenes pintadas por Hoffmann la huella de culturas precolombinas como la Tiahuanacota boliviana y la plasmada en los antiguos y fascinantes grabados de los tejidos funerarios de la cultura Paracas en el Perú? En cada uno de ellos hay seres de los que salen apéndices de sus bocas, de sus talles, de sus cetros, de caras secundarias que poseen y de las manos de otras figurillas; y estos apéndices a su vez, dan nacimiento a flores, tigres, pájaros, serpientes, cabezas y caras de las cuales brotan de nuevo otras figuras. Es muy probable que los incas dejasen en estos grabados, enterradas en una inmensa necrópolis situada en el tórrido e inhabitable desierto costero, el testimonio de su mítica voluntad de inmortalidad, ya que en cada uno de ellos es posible descubrir la presencia transfigurada de los astros celestes -los dioses-, leves y luminosos, en los que la pesadez finita de lo natural desaparece. En cada retrato de Hoffmann se revela esa misma intención pero transformada en una pura gesta creativa de los hombres. Ya no son éstos que convertidos en astros después de la muerte engendran sin fin la diversidad de seres de la naturaleza, incluido el propio hombre, sino los que, a través su actividad política o cultural, dan prolíficamente vida a criaturas semejantes. Y es en esta capacidad donde descansa la posibilidad misma de la historia, donde se forja la cadena significativa de la vida humana. En este sentido la pintura de Hoffmann renueva el contenido de esa vieja tradición de la cultura incaica. ¿No son acaso sus lienzos los nuevos hijos de esos antiguos dioses astrales inmensamente fecundos y creativos?
En el panorama del arte actual la fisonomía del hombre ha perdido significado y presencia. El espacio de la pintura está ocupado por el vacío o por series de objetos que se repiten o se replican al infinito. Es un arte que invoca perpetuamente la presencia de las cosas materiales para intentar retenerlas y conservarlas antes de que se destruyan. Son ellas las que «aspiran» ahora a trascender su finitud inmanente, a perpetuarse temporalmente por la vía de hacerse materia o material del arte. Es un arte que quiere salvar a las cosas materiales de su muerte inevitable, de su contingencia radical (Baudrillard). Ahí, esperan encontrar la condición de la que naturalmente adolecen, el valor espiritual que no poseen. Desde que Marcel Duchamps mostró a la obra de arte, por primera vez con su famoso «Porte-bouteilles» (1914), como un producto ya hecho, «ready made», como algo que reproduce o repite la existencia física de un objeto previamente fabricado abrió la crisis, que se prolonga hasta nuestros días, de la originalidad creadora del artista. í‰l ya no crea una obra única e irrepetible sino que se limita a reproducir elementos reales producidos en otro lugar diferente, o a deslizar, como lo hace en «La mariée mise a nu par ces célibataires» (1917-23), a través de la grosura corpórea de los cristales, las imágenes de diversos objetos plenos en tanto están carentes de significado.
Pero, al mismo tiempo, este giro hacia el vacío rompió la presencia del ser humano como «objeto» esencial y central de la propia obra que había existido en la tradición cultural de Occidente desde el Renacimiento. El arte ya no parece tener la posibilidad de re-presentar la imagen compleja, conflictiva y contradictoria del hombre. Y no puede ser de otra manera en un mundo social en donde impera el dominio de las cosas sobre la vida de los individuos; en un universo donde éstas cotidianamente se veneran y adoran como fetiches (Marx) que ocupan el sitio del antiguo Dios caído. Es la extensión abarcadora -profundamente superficial- de las múltiples cosas materiales que rodean y avasallan la existencia la que toma la figura de lo real, la que proyecta la «sustancia» del mundo. Ellas se muestran en las infinitas imágenes que transmiten los medios masivos de comunicación convocando, con extraordinaria fuerza seductora, al ritual vacío de su consumo frenético para evitar la desaparición de su poder. Y ahí, el arte no podía dejar de transformarse en el espejo fluido e interminable que revela, con los objetos materiales que presenta, la imagen de esa realidad.
Ciertamente los retratos de Hoffmann son «copias» de otros retratos o fotografías; afirman la ausencia real del sujeto que se re-presenta. Pero a pesar de esta afinidad que tienen con la forma externa del arte posmoderno en su interior se delata la voluntad de no ceder a esta imagen, de no admitir este «sacrificio» de lo humano que el mundo actual ha producido. Ellas no tratan de retener en el instante eterno de una imagen la precaria y finita existencia de las cosas materiales, o mucho menos, reconocer esa precariedad convirtiendo la obra de arte en un elemento puramente efímero, en un objeto cuya existencia comienza a desaparecer de la realidad en el momento preciso en que brota a ella. Al contrario, lo que ellas nos indican es que lo único que merece encarnar esa posibilidad de vencer a la muerte, que el arte siempre ha prometido, es el propio ser humano. Sus retratos son portadores, como muchas otras piezas de la cultura moderna latinoamericana, norteamericana y europea de la negación de este mundo actual que consagra en el altar de las cosas la muerte del hombre. Así, al tomar contacto sensible con ellos podemos conservar viva la percepción de que aún existen espacios visibles, fragmentos simbólicos e imaginarios de la realidad, en los que no nos hallamos perdidos y confundidos con la espesa presencia de los objetos; que existen signos elocuentes que oponen resistencia a este «destino» implacable. Estos fragmentos, ciertamente, no nos ofrecen más que una ilusión, un espejismo irreal de la fisonomía de ese mundo. Pero es la única ilusión que necesitamos para no morir todos los días abrazados de cuerpo y alma a las cosas en el breve tiempo que dura nuestra vida.
Ortega y Gasset escribió en su libro «La deshumanización del arte» (1925) que unos de los rasgos esenciales del arte moderno es la desaparición de la figura humana; para él los artistas modernos no se proponen, a diferencia de los tradicionales, representar a los hombres en sus lienzos; tal vez porque la existencia del hombre no es una realidad nueva y original, es un realidad que todos los artistas en el pasado han representado una y muchas veces. A este propósito de los artistas modernos se opone enfáticamente la obra pictórica de Hoffmann convencido de que representar al ser humano en el arte continúa siendo a pesar de todo una labor profundamente válida porque todas las imágenes artísticas que se han hecho a lo largo de la historia para representarlo no agotan la infinita riqueza de su ser y su existencia; y por lo tanto, siempre hay algo nuevo que buscar y mostrar de él. Y porque además, aceptar definitivamente la validez de este propósito sería aceptar que el hombre muere, es decir, que deja de ser una fuente primordial de sentido. Después de que Nietzsche constatara en las postrimerías del siglo XIX la muerte de Dios, se perdería, con la muerte suplementaria del hombre en el horizonte del arte moderno, la imagen de la única realidad con sentido que queda y que por esa razón vale la pena preservar.