Continuamos con George Frederic Haendel como un homenaje a Casiopea, esposa dorada, trino amoroso que empapa de música mis oídos siderales, y su llegada ha sido y es susurro de palomas y luceros élficos en mi vida.
Como hemos visto en El Mesías hay un dramatismo en abstracto, quizás menos notable que en otros oratorios, pero produce en cambio una emoción mucho más intensa como consecuencia de la actividad contemplativa que Haendel otorga a su obra. En este canto a la gloria de Dios que constituye El Mesías no es tanto la historia de Cristo y su Redención como el misterio de la Creación -en cuyo centro está el Creador que lo domina todo- lo que realmente impulsa la inspiración del artista.
Del carácter descriptivo de composiciones precedentes se ha pasado a una posición reflexiva en la que el hombre medita y razona, más que místicamente, con emoción viva. La emoción que hizo exclamar a Haendel cuando escribía El Aleluya: «he creído ver que los cielos se abrían y Dios aparecía ante mí». Sin embargo, el factor ideológico no debe hacernos olvidar la genialidad de la construcción, en la que todo está perfectamente equilibrado para mayor grandeza del conjunto.
Haendel es maestro en el juego de las tonalidades, en un trabajo permanentemente original, transparente y vigoroso, inmensamente hermoso. Otro gran oratorio es Saúl, que demuestra otra faceta de Haendel. Es un drama épico a cuya intensidad colabora la música de grandes efectos y él subraya el característico vigor del trazo, descubriendo, además, una extraordinaria capacidad innovadora con la que el aspecto expresivo se refuerza notablemente.
Una de las particularidades que ofrece la partitura de Saúl es la de suprimir, en la mayoría de las arias, el da capo tradicional, lo cual otorga más ligereza al discurso musical.
Israel en Egipto presenta interés en otro sentido. No es ahora la construcción épica, sino la epopeya coral lo que domina y define este oratorio. Más de la mitad de la partitura son números corales, detalle con el que Haendel advierte que no relatará la historia de un individuo sino la de un pueblo. Hay mucho de descriptivo en esta música poderosa que nos aparece en algunos pasajes como un grandioso fresco pintado por la mano de un artista imaginativo.
Judas Macabeo, por su parte, ofrece la constante maestría del compositor y su habilidad para el contraste musical, pero en este oratorio destaca más el oficio que la inspiración.
Finalmente, entre los oratorios que se interpretan con más frecuencia, está Salomón, una partitura que por la pureza de las líneas, la sobriedad de los medios utilizados y la sencillez de las formas, en un admirable equilibrio musical resulta muy cerca al clasicismo.