Arturo Arias
París y Madrid se convirtieron en las metrópolis culturales de Centroamérica hacia la última década del siglo diecinueve. La literatura centroamericana hizo su aparición en la península española cuando Rubén Darío viajo hacia Madrid en 1892 para la celebración del cuarto centenario del primer viaje de Colón a las Américas, y ha continuado su errática relación transatlántica hasta el presente, con la recepción de obras tan variadas como las de Rigoberta Menchú, Gioconda Belli, o Sergio Ramírez a principios del veintiuno.
Pese a ello, en la península española existe una escasa conciencia de los rasgos que diferencian al istmo centroamericano del resto de América Hispánica. Es mas, existe incluso escasísima conciencia de que los autores mencionados -y otros que han comparecido en el horizonte literario peninsular tales como Augusto Monterroso- son efectivamente centroamericanos, y no «latinoamericanos» en la acepción más amplia de la palabra. En este artículo argumento que, con diferentes y contradictorias variantes, la perspectiva epistémica de la producción literaria centroamericana favoreció desde siempre una exploración (por contradictoria que fuera) de la problemática indígena y/o de aquella que diferenciaba al istmo del resto del continente, como mecanismo intuitivo de una diferencia colonial más sentida que comprendida o articulada críticamente. Sin embargo, la lectura de la misma desde la perspectiva moderna eurocéntrica favorecida por la península para resolver sus propias contradicciones de legitimación en el seno de Europa, ha elidido dicho posicionamiento y, por extensión, transformado la posible decodificación de su lectura.
De acuerdo con Perry Anderson en The Origins of Postmodernity, el concepto de «modernismo» nace en el encuentro que Darío sostiene en Lima con Ricardo Palma en Lima en 1888, el cual fue publicado posteriormente en una revista guatemalteca. Una cronología de este encuentro ha sido publicada por Juan E. De Castro, quien argumenta que el encuentro en cuestión representa dos enfoques diferentes de la literatura. Palma aparece vinculado a «la reinterpretación y extensión del legado literario y cultural colonial» y Darío «a la incorporación de la literatura de la región a lo que Pascale Casanova ha llamado la república mundial de las letras, caracterizado por el cosmopolitanismo y la inovación contínua» (49). El propio De Castro ironiza la posición de Anderson, quien comenta que le debemos la acuñación del nombre del movimiento estético a un poeta nicaragí¼ense publicando en una revista guatemalteca sobre un encuentro literario en una ciudad calificada por el propio Anderson como «una periferia distante… del sistema cultural de la época» (3; mi traducción, citado en De Castro, 48). De Castro afirma que en el artículo en cuestión, Darío vincula su movimiento al conjunto de Hispanoamérica, en vez de asociarlo a un país específico. De Castro agrega más adelante que Darío fue el primero en emplear una localidad periférica para la libre incorporación y modificación de las literaturas del centro (58). A De Castro le interesa el encuentro entre Darío y Palma para teorizar el inicio de una producción literaria postcolonial en el continente. A mí me interesa para problematizar las relaciones transatlánticas entre el istmo centroamericano y Europa.
Ese complejo de sujeto periférico que Darío manifiesta con claridad frente a lo español, y que pasa por una fetichización de la producción literaria francesa, proviene, a mi modo de ver, de su centroamericanidad. Darío ostenta esa actitud en Chile, durante la publicación de Azul (1888). Ese mismo «galicismo mental» del cual Juan Valera acusa a Darío en su reseña de dicho libro es, a mi modo de ver, producto de lo mismo.
Como señala Julia Medina, Darío «fue definido en su contexto local por los conflictos familiares que lo llevaron a la casa de sus parientes pudientes en la ciudad de León» (128). Agrega que so vocación poética «respondía a la demanda cultural de esta clase dirigente en el proceso de consolidar el proyecto nacional y universalizar esta experiencia.» Un poco más adelante Medina señala:
Alineándose teóricamente con los libertadores, Darío profesa el panamericanismo a nivel local con el unionismo centroamericano. Consistente con su esmero creador, la proyección de estos espacios utópicos ofrece una alternativa imaginaria e inadvertida a los fracasos políticos del continente y sobre todo los de la región centroamericana y de Nicaragua. Al proponer un ideal estético que universaliza la expresión continental, el poeta encarna y denuncia la imposibilidad de lograr la modernidad política en Centro y Latinoamérica. (129)
Darío mismo comentó su salida de Nicaragua como una «huída» que explica como el resultado de encontrarse «asqueado y espantado de la vida social y política que mantuviera a mi país original un lamentable estado de civilización embrionaria.» De allí en adelante mantendrá una tensión entre su identidad local y sus aspiraciones de inclusión postcoloniales, trauma típico de subjetividades divididas de la teoría lacaniana incapaces de sobreponerse a la alienación de la marginalidad, que buscan evadir la abyección de sentirse a sí mismos como sujetos periféricos o marginales, y en el caso centroamericano, en la marginalidad de la marginalidad. Es la condición de imposibilidad del centroamericano, entonces como ahora. Una vez más, Medina afirma que «El espacio ístmico de América Central, como encrucijada geográfica, en cierta medida, configura a Darío como profesional…» Medina ve en este fenómeno el impulso estético de Darío. Sin contradecirla, yo veo en el mismo su voluntad de mimetizarse en sujeto cosmopolita, fetiche que se desprende del desamparo de la traumática marginalidad.
Darío se autodefine como unionista, por vínculos familiares con un tío que combatió por el unionismo centroamericano. Pero lo hace ya de vuelta en Centroamérica, de manera que la fallida unidad centroamericana es articulada como la justificación de su desarraigo y auto-exilio. Cabe entonces la pregunta: ¿Habrían cambiado las cosas para Darío de haberse consumado el triunfo del unionismo? Lo más seguro es que no, aunque hubiera podido vivir un período de euforia post-triunfalista, de manera análoga a la experiencia de Sergio Ramírez con el sandinismo. Pero, al igual que éste último, lo más seguro es que, más temprano que tarde, terminara de manera análoga a como lo hizo: mimétizandose de tal manera que se reconvertiría en autoridad cultural cosmopolita, ocultando así el fantasma de la marginalidad centroamericana. Medina nos recuerda que al regresar a Nicaragua en 1884,
Darío asumió el cargo de Editor de La Unión Centroamericana. Después de haber publicado Azul en 1889 vuelve a reafirmar esta afiliación como autoridad, mediante su dirección del periódico La Unión, órgano de la unificación ístmica. (133)
Esta misma fuente, y la autobiografía del propio Darío, indican que éste se forjó una comunidad intelectual ístmica, que luego le sirvió de modelo para sustituirla por una continental y, últimadamente, transatlántica, sin nunca renunciar a las redes iniciales.
Darío no es entonces, como ha querido verlo la historiografía literaria continental, una figura «apolítica,» desligada de su geopolítica local, dedicado tan sólo a hacer arte por el arte. Por el contrario. Tiene en esta primera etapa un arraigo geopolítico, y una causa a la cual dedica buena parte de su energía por medio del periodismo: la unión centroamericana.
Sin embargo, esos mismos gestos le producen una invisibilidad simbólica en los centros cosmopolitas y en los centros postcoloniales de decisión cultural hemisférica (La Habana, México, Santiago, Buenos Aires), para no hablar de los centros occidentales de decisión cultural (París, Berlín, Madrid). En un primer momento, esto tiene sin cuidado a Darío, porque prioriza su militancia unionista por sobre su producción literaria. Pero con el pasar de los años, y sobretodo después de su visita inicial a Madrid en 1892, pasando por La Habana donde entabló relación con Julián del Casal, y luego de su calurosa acogida en la capital española por parte de José Zorrilla, Juan Valera, Emilia Pardo Bazán y Marcelino Menéndez Pelayo entre otros, seguido casi inmediatamente por su vuelta a San Salvador debido a la muerte de su primera mujer, esa acogida y esa muerte se adhieren y se consolidan en su mente en una especie de trauma que posteriormente lo llevará a reprimir este pasado militante al embarcarse en sus viajes y obras subsiguientes. No queremos aquí adcribirmos a una postulación teórica de un «trauma originario,» noción ya problematizada por Butler por sus presupuestos heteronormativos. Pero podríamos verlo como una necesidad política como mecanismo discursivo para forjar un vínculo entre la situación vivida y su condición material. De esta manera, la explicación de su subjetividad estaría implicada en los requerimientos miméticos de la época para ganar visibilidad, en donde un cinismo oportunista desplegó actitudes opuestas a las de su período unionista centroamericano con el afán de acceder a posiciones de privilegio. Recordemos que en un espacio de pocos meses se ve obligado a casarse con Rosario Murillo, viaja a Nueva York donde conoce a José Martí, y luego a París, donde disfruta de la bohemia con el guatemalteco Enrique Gómez Carrillo y conoce a Jean Moreás y Paul Verlaine, antes de dirigirse a Buenos Aires, donde vivirá los siguientes años. Entre la salida originaria a Madrid y su establecimiento en Buenos Aires apenas habrá pasado un año. Pero ese año incluyó la construcción de redes transnacionales y dos viajes transatlánticos a ciudades previamente fetichizadas en su imaginación. A partir de entonces París y Madrid dominarán su imaginario.