Hablemos del hambre, pero en serio


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Guatemala, sus habitantes y con mayor peso, los sectores que pueden decidir o influir en la toma de decisiones, cargamos sobre nuestros hombros una infamia profunda. Los niños y niñas en este paí­s se mueren de hambre. Los que padecen hambre y sobreviven, lo hacen en condición de desnutrición permanente. Es una tragedia nacional que tratamos de esconder, es una vergí¼enza propia a la que le volteamos el rostro y pretendemos que es ajena.

Pablo Sigí¼enza Ramí­rez
pablosiguenzaram@gmail.com

 


Cuando se agrava la problemática, aunque parezca imposible que empeore, nos damos golpes de pecho o buscamos responsables; es fácil culpar al gobierno: hace 25 años se culpaba a la Democracia Cristiana, hace 10 fue el FRG, luego la Gana y hoy los dedos acusadores apuntan a la UNE.

El hambre se padece dí­a a dí­a, generación tras generación. Madres desnutridas amamantan bebés destinados a un desarrollo biológico y mental incompleto. Una planta si no  recibe nutrientes se marchita y sus frutos son malogrados. El hambre humana causa niños marchitados: uno de cada dos niños menores de cinco años está sumido en la desnutrición crónica. ¿Es la sociedad guatemalteca tan egoí­sta para no dimensionar el desastre que esto significa?

Las causas son múltiples, históricas, profundas: un paí­s fundado sobre el racismo y la discriminación; una sociedad con la mayor desigualdad social del continente; la mayor concentración de tierra en pocas manos de América Latina; un modelo de producción basado en la agroexportación, que privatiza la riqueza producida por millones de agricultores; analfabetismo y un sistema de educación que sigue siendo excluyente; corrupción e idiotez en las clases gobernantes; una oligarquí­a anacrónica que ve en todo cambio social una amenaza a sus privilegios coloniales; una sociedad de posguerra ahogada en una espiral de miedo y violencia; polí­ticas públicas que desincentivan la producción nacional y local de alimentos, haciéndonos dependientes de las importaciones; polí­ticas entreguistas que regalan nuestros recursos naturales a capitales extranjeros;  y la indiferencia de las iglesias, los empresarios, la academia por encontrar soluciones reales.

Hoy la crisis alimentaria se usa una vez más para desgastar al gobierno en su último año de funciones y se buscan la solución más fácil: ayuda alimentaria. Entregar alimentos en momentos de emergencia está bien, las familias vulnerables lo agradecen. Pero las soluciones reales vienen con el fomento de la producción alimentaria nacional y local. Tampoco es necesario buscar tecnologí­as fuera del paí­s, la revolución verde que implica el alto uso de insumos externos y la biotecnologí­a se nos venden de forma demagógica como la solución para producir más, sin embargo ambas han demostrado su fracaso.

La tecnologí­a ancestral mesoamericana desarrollada por los pueblos de estas tierras por más de cinco mil años, es eficiente en el uso de la tierra y de los recursos locales. Allí­ están las claves para salir de esta debacle nacional. Allí­ es donde hay que invertir en investigación y desarrollo de tecnologí­a propia. Democratizar el acceso a los recursos productivos es otro de los caminos que debemos recorrer, aunque unos pocos pierdan sus privilegios.

¿Cómo despertamos, sociedad, ante la desgracia que significa el hambre? Las familias afectadas buscan estrategias de sobrevivencia en una realidad que les niega cualquier posibilidad: la migración interna o hacia Estados Unidos, la venta de su fuerza de trabajo a empresas que no pagan lo justo o la inserción en actividades ilí­citas como el narcotráfico. Guatemala es un intento fallido de paí­s, en tanto no miremos  directo a los ojos en el rostro demacrado de la niñez desnutrida y nos pongamos a caminar en la senda de resolver este flagelo. Hablemos del hambre, pero en serio.