Hablar claro


Ren-Arturo-Villegas-Lara

Decía don José Ortega y Gasset, en su Introducción a la Filosofía, que la primera cortesía del filósofo es hablar claro; y siguiendo ese elemental consejo, siempre he dicho que la primera cortesía del maestro es hablar claro, para que los alumnos entiendan. Ser claro y profundo, a la vez, no es nada fácil; pero, hay que hacer el esfuerzo. Quizá en ese propósito y perseverancia es que he logrado que mis textos de Derecho ya vayan por las ocho ediciones.

René Arturo Villegas Lara


Eso también lo he aprendido de grandes escritores. Sin ir muy lejos, en mi último descanso de fin de semana, fuera de esta abigarrada, digo, mal combinada ciudad, empecé a releer “Mulata de Tal”, de Miguel Ángel Asturias, edición de la Universidad de San Carlos, y qué grato constatar la   virtud de Asturias al utilizar el lenguaje popular en su narración   y en el decir de sus personajes, lo que también es propio de Paco Méndez y Pepe Hernández Cobos. Y entonces uno debe cuidarse de no “alambicar” las palabras, porque muchas veces cuesta entender lo que se quiere decir.  Yo tenía un compañero en la escuela primaria de mi pueblo, a quien la naturaleza le jugó una mala pasada y nació con los ojos torcidos, (un caso de abducción diría un petulante), dando la impresión de ser algo baboso; pero, no era así: era inteligente. A mi compañero lo terminaron de crear unas tías que no tuvieron hijos y lo adoptaron de hecho porque los padres murieron cuando era de corta  edad. Una vez, en el parque del pueblo, un pariente, ya entrado en años, trató de agredir a   mi compañero: en un santiamén las tías llegaron al parque a defenderlo. El pariente se llamaba Élfego y era sastre. Cuando le dijeron al agresor que se las iba a ver con ellas, les contestó:”-No me provoquen, porque las consecuencias van a ser muy funestas”. Y entonces una de las tías le dijo: “-Hablá claro maricón de mierda, no utilices   palabras de diccionario”.   Desde ese entonces yo empecé a aprender a hablar claro, para lograr que se me entienda con facilidad.

      Cuando de la antigua y Gloriosa Escuela Normal Central para Varones fuimos a hacer una velada cultural, a San Vicente Pacaya, tuvimos una experiencia sobre este tema. En ese entonces, 1955, San Vicente Pacaya era un pueblo   cercano y alejado, que se reflejaba en la Laguna de Calderas y se iluminaba con   la candente lava del volcán de Pacaya, paisaje que mi querido y recordado   amigo, José Ernesto Monzón,   describió con primor en una de sus canciones. Por la noche, a la hora de la velada, nuestro querido profesor de literatura, el licenciado Amílcar Echeverría, hizo la presentación de la velada e inició su discurso así: “Hemos arribado solícitos a este pueblo sanvicentino, ascendiendo escarpadas laderas, a derrochar arte y…”. No siguió hablando, porque un viejo desdentado y barbado, que tenía el sombrero puesto y masticaba un puro de Zacapa, le dijo: “Señor maestro: no le entendemos nada”. Entonces tuvo que cambiar el discurso con palabras sencillas y todos le entendieron. A la semana siguiente, don Amílcar, con su grandeza de maestro, nos aleccionó con tres casos de petulancia en eso de hablar difícil, en eso de no hablar claro: El primero fue cuando un fulano quería comprar una carga de carbón y le dijo   al carbonero: “Bucólico morador de las selvas umbrías, en cuánto apreciáis ese fardo de madera calcinada que lleva sobre sus omóplatos vuestro rústico pollino? El segundo es el de un zutano que llega a comprar un vaso de leche y le dice al lechero: ¿Me hace la gracia usted, de venderme un recipiente que contenga el líquido perlático que nace de la ubre la consorte del toro? Y el terceo, que por sabido  calló la traducción y que significa una imprudencia: “El que con infantes pernocta, defecado le sorprende el alba”. Bueno, a veces es también   obligación   ser elegante en el hablar.