POR ANTONIO CEREZO
Habitación 313. Si fuera supersticioso a saber qué hubiera pensado, pero como no, recibí la llave sin ningún problema. En ese momento sentí la ventaja «posicional» que tenía por haber llegado primero al hotel. Antes que mis dos compañeros roncadores que ahora sí, tendrían que rifarse el físico para tener una buena cama. Alguno de los dos necesariamente dormiría en la camita adicional que habíamos pedido para formar una habitación triple, porque yo dejaría claramente marcados mis dominios al colocar mi ropa en su sitio y poner la maleta sobre la cama de mi elección.
No pude menos que sonreír al imaginar la escena, motivado por mi experiencia anterior. Esa vez la camita adicional fue un desastre: se doblaba por el medio cuando uno se acostaba, quedando como tortilla con carne. Y esa vez me tocó a mí. Pero ahora mi jefe decidió que viajara un día antes y, para mi buena suerte, me tocó en un vuelo anterior al de mis cuates.
Subí rápido, sin conserje que me pidiera plata, jalando la maleta. Vi la puerta, el número 313, saqué la llave electrónica de su sobre y, con la satisfacción pintada en el rostro, la introduje por la ranura indicada y la saqué despacio. Ni mierda. No dio luz verde. Probé de nuevo sacándola más rápido, otra vez a velocidad media y nada. La puta llave no servía. De seguro mi jefe habló con algún brujo para chingarme.
Afortunadamente la camarera andaba cerca y al ver mi impotencia para ingresar a la habitación, se ofreció a ayudarme. Probó una vez, dos, tres y la «pinche» puerta no se abrió. Después, ni modo, utilizó la llave maestra y la luz verde apareció como por arte de magia. Con esa llave yo también, estoy seguro, lo hubiera logrado.
Qué rico se siente ingresar a una habitación de hotel, sabiendo que vas a dormir en una buena cama. Saqué la ropa de la maleta, la coloqué en su sitio, puse mi maletín sobre la cama de mi elección y, con una sonrisa a flor de labios, bajé a recepción para que volvieran a grabar mi llave. Está lista, me dijo, la guardé en el bolsillo y salí a tomarme una cerveza al bar de la esquina. Y a comerme un pan con carne porque había estado en ayunas todo el día.
Cuando encontré a Juan y a Vidal, fuimos a la misma cafetería a beber cerveza al precio de «dos por una». Después averiguamos que en realidad la rebaja es apenas de cinco o diez centavos de dólar y que el chino cabrón se babosea a medio mundo con sus famosas «ofertas» y luego resultás cenando y gastando tu «pistío» en ese lugar. Pero en fin, la pasamos bien y el precio de las cervezas no importa. Lo que verdaderamente vale la pena es pasar un buen rato platicando, «pelando» a medio mundo.
La novedad era Juan. No sé dónde metió la pata, pero andaba con muletas. La pierna derecha tiesa y bastante habilidad para manejar sus aparatos. Vidal se acercó y, como remarcando sus palabras, me dijo al oído «decidí quedarme en la camita». Decidí será mi huevo, pensé yo, lo que pasa es que no va a dejar al pobre Juan con la pata tiesa y en la cama más incómoda, pero le dije bueno, está bien, yo dejé marcada mi cama. Sí, nos dimos cuenta, fue su escueto comentario.
Después de ocho cervezas por cabeza, algo mareados, decidimos hacer una visita al Hotel del Rey, a cuadra y media de donde nos encontrábamos. Cuadra y media y una cuadra hacia arriba. Pero ni eso ni las ocho cervezas fueron obstáculo para que Juan caminara más rápido que nosotros en busca de la diversión. Hubieran visto la velocidad de esas muletas. Me costaba mantenerme a su lado. El pavimento estaba algo mojado, pero no era obstáculo para Juan el rápido. Volaba el condenado.
Un par de putas, de esas que abundan, adornan, se ofertan en el Hotel del Rey, ofrecieron enseñarle a Juan qué es lo que hay que meter porque, a ojos vista, se había equivocado metiendo la pata.
De regreso Juan caminaba más despacio. Tal vez porque ya no tenía estímulo, estaba algo cansado o le faltaban otras ocho cervezas. Cuando llegamos a la habitación 313, como buen compañero, me adelanté a abrir la puerta. Metí la tarjeta y la extraje, seguro de que reprogramada iba a funcionar. Efectivamente, para mi satisfacción, la luz verde comenzó a titilar; giré la perilla y empujé. La cabrona puerta no abrió. Puta, dije, y probé otra vez. Ni mierda. Juan sacó su tarjeta, la introdujo en la abertura y la sacó con suavidad. La puerta abrió como por arte de magia.
Demás está decir que al día siguiente tampoco pude abrir. Hay que jalar un poco la perilla, me decían, pero nada. La puerta 313 estaba embrujada. Mi tarjeta no funcionaba. Probaba Vidal y abría. Juan no se diga. Visto está que no hay felicidad completa. Tenía una buena cama pero no podía entrar a la habitación. Para qué jodidos.
De repente un día abrí. Me dije, estoy progresando. Pero fue la única vez. De ahí en adelante tenía que esperar por la destreza de mis compañeros y ya no supe qué pensar: si mi jefe me estaba jodiendo con los brujos o mi habilidad se había consumido toda en conseguir una buena cama. Esta es la historia de la habitación 313. Un enigma.