«Vivimos en un sistema que no protege la legalidad ni los derechos consagrados por la Constitución Política de la República, sino que, a causa de sus falencias y debilidades estructurales, fomenta la impunidad que en la mayoría de casos no sólo omite la persecución de los transgresores, sino los protege. La impunidad se ha convertido en uno de los talones de Aquiles para la gobernabilidad democrática del país», manifestó el Procurador de los Derechos Humanos, doctor Sergio Fernando Morales, al hacer un análisis de las repercusiones que causa ese mal en el país.
En una sociedad de leyes, en un estado de derecho que ostenta con legitimidad esa denominación, se espera que la transgresión tenga como efecto la aplicación de sanciones, proporcionales a la gravedad del hecho y del daño individual o social infligido, al o los infractores. La palabra impunidad alude al hecho de que los actos delictivos o las violaciones a las normas aceptadas por una comunidad humana queden sin castigo, agregó.
El colapso moral, funcional, técnico y político del sistema, cuya superación no depende de soluciones mágicas, sino del proceso que inicien para reconocer la naturaleza del mal que nos aqueja. En la experiencia histórica de las sociedades contemporáneas, ese mal ha sido estudiado abundantemente y para los casos de extrema gravedad el diagnóstico es lapidario: se les llama Estados fallidos o Estados fracasados.
Guatemala tiene muchos síntomas de ese mal aludido (impunidad), entre ellos el contar con una sociedad insensibilizada, que ya no se conmueve ante situaciones verdaderamente dramáticas en las cuales el sufrimiento humano alcanza niveles indecibles y que acepta con la mayor naturalidad los miles de hechos que a diario alimentan ese cáncer.
Esa cultura puede subsistir y reproducirse entre otros factores, gracias a que se ha desarrollado una cultura fatalista que inhibe tanto la capacidad de indignación como la voluntad de hacer algo para que las cosas cambien. Esa cultura de la impunidad se formó a lo largo de décadas, sino es que de siglos, de existencia de un sistema jurídico que recoge una arraigada tradición hispanoamericana resumida en la expresión «hecha la ley, hecha la trampa».
La impunidad del presente tiene su génesis en la impunidad del pasado. Parentesco no tanto figurativo o retórico, cuando real, porque los protagonistas institucionales y hasta los individuales, de aquellas prácticas no se depuraron y continuaron la cultura de actuar apenas guardando algunas formalidades legales.
Aunque podemos reconocer las causas históricas y estructurales de este reino de la impunidad, en modo alguno puede exculparse la responsabilidad del Estado en la pervivencia de esta situación. Es el estado cuasi fallido el responsable de que, a causa de una combinación perversa del deterioro de los valores, de la impunidad y la pérdida de la confianza en el sistema, estemos como estamos.
¿Qué sucede en una sociedad cuando lo predominante es la ausencia de castigo y la impunidad no es algo excepcional atribuible a fallas circunstanciales? Eso es precisamente lo que ocurre en el país, donde la impunidad es la norma y el régimen de legalidad se encuentra gravemente fracturado en todos los ámbitos de la vida social, concluyó el Magistrado de Conciencia.