Guatemala, las lí­neas de su mano


Luis Cardoza y Aragón

«Rodábamos por el camino polvoriento, haciendo bromas para distraer nuestras preocupaciones. Yo iba fascinado y silencioso; mi cabeza y mi corazón, activí­simos. Sentí­a el impulso popular y redescubrí­a campos y pueblos que de niño habí­a recorrido muchas veces a caballo. En una vuelta del camino, salta a lo lejos el Volcán de Agua. No lo habí­a visto en un cuarto de siglo y él tení­a mi niñez, mis padres jóvenes, la Antigua. Arrullé el Volcán con los ojos mientras apretaba el 30-30 entre mis manos y no sabí­a lo que decí­an mis compañeros. Como si hubiera encontrado un tierno hijo perdido para siempre. El coche corrí­a descubriéndome paisajes para mi únicos en el mundo, y sus recuerdos, para mi únicos en el mundo. Allá, al pie del Volcán de Agua, Antigua y la casa de mis padres, donde habrí­a deseado vivir toda la vida y morir toda la muerte. Mi madre, viuda ya, en el viejo caserón, escuchando la eterna cantata del agua verdinegra en la fuente del jardí­n, jubiloso de flores y enredaderas. La sombra de mi padre por los corredores, la sombra de mis hermanos, niños, y la mí­a, jugando y gritando. Oí­a el repique de las llaves de mi madre, prendidas a la cintura, y veí­a sus manos trabajar la tierra de begonias y rosales. Llegarí­a a ella, al seno materno, a mi madre y a mi pueblo, al dí­a siguiente. Ahora nos encaminábamos a la Capital.

Aparecieron las primeras casas de vivos colores de cal, los techos de teja manchados de hongos, la calle empedrada, la fuente de la Concepción, el convento y la iglesia en ruinas. Al otro lado de la calle, con la puerta entreabierta que me dejó ver el jardí­n, la casa de mis abuelos, en donde niño hice correrí­as y jugué al circo acompañado de amigos inolvidables, mientras mis preciosas primas sonreí­an a nuestras proezas infantiles. Cuando bajé en la esquina más próxima a casa, reconocí­ las piedras gastadas por mis zapatos, el silencio, las manchas de los muros de Catedral, los caños de agua, las ventanas. Recordé con total precisión el dibujo del cemento de las aceras de mi casa. Y frente a la puerta que no habí­a pasado en tantos años, recordé el llaví­n, corto y redondo, y como darle vuelta para abrir; la manita del tocador, el buzón, la madera, la cuerda para abrir la puerta sin tocar. Al fondo de la calle, el triángulo perfecto del Volcán de Agua, enorme, sereno y azul, como siempre, sin una cana, una nube engalanando la cima dorada por el sol de la tarde. Tiré de la cuerda, empujé la puerta y entré con el corazón en la boca.»