Guatemala de ayer


Me sorprendió ver en la página Web la magnitud del Sitio Arqueológico de Cancuen, una de las maravillas de nuestro mundo Maya, conservado gracias al trabajo de muchos años del arqueólogo Arthur Demarest. El proyecto de Cancuen representa lo que sucedió en la parte norte de Alta Verapaz y Sudoeste del Petén en pleno Perí­odo Clásico, entre los años 300 a 950 d.C.

Doctor Mario Castejón
castejon1936@hotmail.com

En enero de 1959 conocí­ aquel lugar cubierto por la selva, cuando fui conducido por un cazador que viví­a en las márgenes del Rí­o Sebol, justamente en el sitio donde se une al arroyo Santa Isabel o Cancuen. Cuando aquello sucedió, lo que tuvimos a la vista eran los llamados entierros mayas, grandes montí­culos cubiertos de vegetación sobresaliendo alguna que otra escalinata y construcciones de piedra semienterradas. No tuvimos idea en ese momento de lo que aquellos montí­culos representaban. Hasta al cabo de los años se supo que Cancuen y Dos Pilas fueron ciudades que controlaron el Valle del Rí­o de La Pasión y constituyeron una parte de aquella civilización que rivalizaba con las grandes civilizaciones del mundo.

Jalando de aquí­ y de allá, ese año de 1959, reunimos unos cuantos quetzales para poder realizar aquel viaje. En ese entonces como decimos con nostalgia, el dinero valí­a y, un quetzal compraba muchas cosas, el boleto del autobús urbano costaba solamente cinco centavos.

Dentro de un destartalado jeep nos dirigimos hacia Cobán, cuatro entusiastas aventureros, deseosos de conocer la selva petenera. Llegados a Cobán continuamos la ruta a Sebol subiendo y bajando cordillera, entre llovizna y niebla en un camino lodoso y estrecho que apenas dejaba pasar el vehí­culo, el mismo sinuoso trazo sobre el viejo camino de herradura construido durante el gobierno del General Ubico. La ruta a Sebol era el camino obligado para poder llegar al Petén siguiendo los afluentes del rí­o de La Pasión desde Alta Verapaz, en aquel tiempo que la carretera hacia aquel lejano departamento no era más que un proyecto.

El acceso natural al Petén era siguiendo el Rí­o Sebol, que al salir de Alta Verapaz constituí­a el rí­o de La Pasión y se uní­a unos 200 kilómetros abajo con el Usumacinta, pasando por Sayajché a la mitad del recorrido. Sayajché, el equivalente a Manaos en el Amazonas, comunicaba con el interior del departamento a través de caminos de herradura. Entonces comerciantes y turistas para poder llegar a Flores, la cabecera departamental del Petén, sin hacer el viaje largo y penoso por Sebol, sólo podí­an lograrlo a través de los aviones de carga de Aviateca tres veces por semana.

La magia del Petén me habí­a encandilado después de leer las peripecias del viaje de Mario Monteforte Toledo por el rí­o Usumacinta, en la década de los años cuarenta. También habí­a absorbido la producción literaria de Virgilio Rodrí­guez Macal y más tarde cuando lo conocí­, pude gozar la narrativa de sus experiencias en las selvas del Petén.

Para hacer corta la historia, después de dormir un par de horas en el corredor de un rancho al lado de aquel camino trazado al borde de precipicios, nos fuimos acercando una madrugada a las inmediaciones de Sebol. El paisaje y la bondad del amanecer hicieron que aquello pareciera el Paraí­so, lagunetas de agua cristalina con una vegetación exuberante fue el premio que recibimos al despuntar el dí­a. Más adelante el Rí­o Sebol surgí­a como un resumidero en la montaña para correr impetuoso tras un ligero declive perdiéndose en la selva, una primera visión que nos fundió en una especie de comunión espiritual con aquel lugar.

Esa tarde de nuestra llegada hicimos arreglos con el propietario de la única lancha, estacionada a la orilla del rí­o provista de un pequeño motor. Todaví­a transcurrí­a el último mes del invierno y el rí­o corrí­a turbio por las frecuentes lluvias. Sin detenernos más que para reabastecer combustible, después de navegar por más de seis horas, llegamos a San Diego, el lugar donde se uní­a el rí­o Sebol al arroyo Cancuen, allí­ viví­a Feliciano ívalos, un cazador y chiclero perdido desde hací­a años en aquel lugar.

Al dí­a siguiente de nuestra llegada realizamos un primer recorrido por la selva, nuestro guí­a nos condujo a un lugar por donde atravesamos el Sitio Arqueológico de Cancuen, oficialmente descubierto por Demarest años más tarde, sin imaginar entonces de que se trataba. Los llamados entierros mayas con escalinatas de piedra y numerosas estelas inscritas con glifos, ocultos por el musgo verdoso se encontraron ante nuestros ojos sin saberlo valorar.

Estas imágenes increí­bles que estoy viendo a través de la computadora me parecen sacadas de un sueño. Con el paso de los años nos damos cuenta de la suerte que tuvimos al haber conocido aquella maravilla, tal como la dejaron los antiguos mayas antes de ser profanada por el hombre. Todaví­a caminamos sus alrededores cubiertos de selva poblados de animales salvajes y plantas exóticas.

Con mis compañeros de viaje, mis queridos amigos Carlos Beteta y René Estrada siempre que nos reunimos recordamos aquella inolvidable experiencia.

Nota: enterado de la muerte del periodista Oscar Marroquí­n Milla, hago llegar a Oscar Clemente y familia mi condolencia.