Guaruras y policí­as privados


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Acechan por todos lados impunemente, han ocupado de hecho, el usufructo legí­timo de la fuerza que el Estado tiene como una de sus funciones. En el imaginario de los ciudadanos, la seguridad no está asumida como un servicio público sino como algo privado, algo que se compra, un derecho que tiene precio y especialización según la vulnerabilidad en que usted se encuentre y según su bolsillo.

Julio Donis

 


Este es el paí­s en el que organizar un partido y armar un cuerpo de Policí­a privada es tan fácil y rentable como vender helados en la playa. En el mundo al revés, tienen más regulaciones la policí­a nacional civil como cuerpo de seguridad del Estado que una Policí­a privada, lo cual garantiza la impunidad sobre sus actuaciones, es el lugar en el que una comisarí­a policial tiene un rótulo que indica “protegido por Golán”. Un dato espeluznante que comprueba mi argumentación es que por cada policí­a nacional, hay tres guardias privados; hay actualmente 148 empresas privadas de seguridad y 85 que están en trámite pero que ya prestan el servicio. La tendencia a privatizar la seguridad no es exclusiva de estas latitudes, ya en el escenario de las guerras recientes de Medio Oriente, ejércitos privados contratistas han hecho su debut, combinando dos objetivos estratégicos que van de la mano y que ya he esbozado: subcontratar este servicio baja los costos para el Estado agresor, y a la vez le evita responsabilidades “incómodas” cuando los excesos de violencia sobrepasan las reglas establecidas de la guerra, mismos que están ampliamente documentados, desde la prensa formal hasta WikiLeaks. En Estados débiles o ausentes, el clima agobiante de violencia y crimen permite que los helados estén a la vuelta de la esquina. Lo que se impone fácil en Guatemala es un ejército de policí­as privados y de guardaespaldas, los primeros con una pí­rrica formación técnica, en varios casos analfabetos y desnutridos; y los segundos con mirada imponente y gatillo fácil. Ambos, policí­as privados o guardaespaldas matarán sin mediar palabra al que intente transgredir la propiedad de su patrón, pero el riesgo no lo corren por él, sino por su propia subsistencia precarizada, y sin embargo serán ellos los que tendrán una condena penal por sus servicios. El propietario se libra de responsabilidades y vuelve a contratar a otros, todo al amparo del reino de la Ley. Es así­ como sucede en el valle del Polochic, donde las tierras ociosas de los Widmann son cuidadas por su propio ejército que mata campesinos pobres que han “atentado” contra lo privado de su propiedad. Las empresas de seguridad se han apropiado del espacio público y ya es normal que cada almacén, tienda, camión repartidor, banco, parque, etcétera., tenga su hombre en uniforme, muchas veces regordete y entrado en años con escopeta en mano para recibirle y persuadirle que cualquiera que atente puede morir. En el caso de los guardaespaldas, su servicio se ha convertido en absoluta y primera necesidad para ricos, oligarcas, nuevos ricos, aspirantes a ricos, polí­ticos, diplomáticos, diputados y empresarios. Para cada cliente los servicios son variados, pero se pueden resumir en tres: la propia seguridad, la ostentación y las labores domésticas. Su contratación no garantiza la integridad del cliente, pero en algo ayuda. Ahora bien, tener guarura se ha convertido ya en indicador de pertenencia a los selectos estratos; si se puede más de uno mejor y entre más profesionales parezcan mucho mejor, aunque en el fondo, la realidad de un paí­s violento como Guatemala es la excusa perfecta para la autocomplacencia y satisfacción del ego a través de un nuevo fetiche, el guarura. Sus atribuciones suelen mezclarse hasta convertirse en una especie de esclavo, testigo pasivo de la dimensión privada del contratista, es la sombra del nene que quiere ir al cine por la noche, son los que acompañan a la señora en sus compras al supermercado, son los obligados cual sirvientes reales a abrirle la puerta de la ostentosa camioneta blindada a la señora o al señor, se les ve de lado con lentes oscuros en los autos de la caravana que acompañan al principal, van por los niños al cole y cuando crezcan los llevarán a la universidad, son los que cargan el pan y sacan la basura y al dí­a siguiente quizá les toque morir baleados por el agresor de su jefe. En un paí­s como este y como otros, la impunidad y la humillación van juntas y cuando se encuentran quizá el que cuida podrí­a terminar siendo el secuestrador y el asesino.