Grinch


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La Navidad ha cambiado, como todo se vuelve nuevo con el tiempo.  Es cierto que los dí­as tienen similitud: el frí­o, la ilusión y las reuniones familiares para comer tamales y beber vino, pero algunas cosas se han trastocado y no sabrí­a definir si para bien o para mal, eso lo debe juzgar cada uno.

Eduardo Blandón

 


Creo que en el pasado, los niños, por ejemplo, esperaban el nacimiento del niño Dios.  Los papás ilusionaban a los pequeños, les hací­an escribir cartas a Jesús y las poní­an en los árboles –que no ocupaban el lugar central de la sala familiar–.  Existí­a un sentido mucho más cristiano del evento, se hací­an posadas y quizá hasta se rezaba, un acontecimiento en algunos hogares, extraordinario.
 
Las familias iban a las iglesias y meditaban –lo intentaban–, se decí­an palabras cariñosas y habí­a momentos para el perdón.  La estrella de David coronaba el árbol navideño.  Santa Claus no tení­a un lugar especial en las familias.  Sólo eventualmente se poní­a al señor de barbas en un rincón de la casa.  Era un adorno accesorio, chistoso y muy ajeno a la costumbre cristiana, una importación foránea.
 
Los regalos no solí­an ser costosos, al menos en los hogares de clase media y baja.  Carritos de madera, muñecas de plástico y raramente un objeto electrónico.  Claro, no se avisaba el boom de la tecnologí­a.  Pero los padres no comí­an ansias con los juguetes.  Eran conscientes que los niños eran felices con poco: soldaditos, pistolas de agua, trompos, máscaras, lo que sea.   La alegrí­a era la sorpresa de lo nuevo, una bicicleta era una bendición cósmica. 
 
 Con el tiempo, las cosas han cambiado.  Santa Claus reina en el imaginario infantil y el árbol navideño es el centro de los hogares.  Dios brilla por su ausencia y la reflexión es un artilugio arqueológico, una experiencia de las cavernas, un hecho desconocido.  Ya no hay cartas al niño Dios y los nacimientos (¿qué es eso?), dan hueva construirlos, hasta más caro que el árbol, se quejan algunos.  Bienvenido a la era del consumo y a la posmodernidad increyente.
 
Las noticias dicen que los regalos favoritos de los niños son  iPads, Smartphones y consolas de videojuegos: Nintendos 3DS,  PlayStations, Wiis o GameCubes.  Todos costosos y adictivos, con capacidad de aislar a los capullos y volverlos eremitas lúdicos.  Para hacer feliz a un niño hay que tener dinero, endeudarse y limitarse en otros ámbitos de la vida.  Estos son tiempos no de familia, sino de gastos a granel.  De hecho la cena no es para compartir sino para hartarse, beber y comprar cohetes para reventarlos como descerebrados.
 
Nada en Navidad tiene medida.  Bienvenidos al perí­odo de lo extremo.  Se come como sibarita y se bebe como cosaco.  La moderación no existe porque tenemos necesidad de demostrarle al vecino que estamos por encima de su precariedad.  Y nuestros niños no pueden vivir frustrados.  Si el vecino va al Parque de Diversiones de Xetulul, el otro quiere llevar a sus hijos a Disney y el otro a Europa.  La meta es exhibirse como triunfador y ningún tiempo más oportuno que Navidad.
 
Los tiempos han cambiado, nosotros hemos cambiado.  Quizá es la razón por la que algunos abominan navidad, a esos amargados se les llama Grinch.  Me pregunto si es justo llamarlos así­.