Caminar por la calle, esperar el verde en un semáforo o salir de un banco pueden generarnos mucho estrés y paranoia a quienes consideramos que esas actividades simples y comunes nos hacen más vulnerables ante la inseguridad. Y es que la violencia nos tiene cercados, y aunque nos acostumbramos en cierta medida a esta situación, no la podemos tolerar o aceptar como una forma de vida.
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A diario vivimos con miedo de convertirnos en víctimas de los ladrones, asesinos o secuestradores, pues son esos los actores violentos que principalmente mantienen en zozobra a nuestra sociedad. Son esas las personas que esperamos ver esposadas y castigadas tras las rejas, aunque siendo realistas, sabemos que eso no sucede y por eso actúan impunemente cobrando vidas inocentes.
Esa es la gente que causa mucho miedo, pero no son los únicos.
La violencia no es exclusiva de los criminales. También es la vía que utilizan muchas personas en su diario vivir para “corregir” a sus hijos, regañar a sus mascotas, tratar a su compañeros de trabajo y subordinados, e incluso, para expresar sus opiniones. Esa gente también genera miedo. Es la que amenaza, descalifica, humilla y agrede, sin armas, pero con palabras, y que utiliza los medios creados para opinar como arma para destruir a los demás.
El último ejemplo notorio de esto lo encontré el pasado 4 de agosto, cuando elPeriódico publicó el reportaje «La bala que terminó con dos vidas», en el cual el periodista Francisco Rodríguez expone detalles ocultos de la lamentable muerte del joven Alejandro Guillén y la de su presunto victimario, Diego Armando Monzón.
El relato pone de manifiesto los contrastes en las vidas de los jóvenes –víctima y victimario– y entre líneas genera un llamado a la reflexión sobre la desigualdad, la falta de oportunidades y las injusticias diarias que sufren los guatemaltecos. ¿Cuál es el problema?
Al leer el reporte en el portal de internet de ese matutino se pueden encontrar una gran variedad de opiniones sobre el contenido periodístico, pero también fuertes y agresivos comentarios dirigidos hacia el periodista, quien en el texto no emite su opinión y se limita a informar detalles de las vidas diametralmente distintas de Alejandro y Diego.
Esto sucede a diario en los espacios de opinión y algunos van más allá. En otras ocasiones se pueden leer comentarios de lectores que llaman a linchar o ejecutar a personas supuestamente involucradas en hechos delictivos. Hay quienes incluso, amparándose en su religión, llaman a “exterminar” a quienes consideran los enemigos de la sociedad.
Al margen de que algún comentario se pueda llegar a considerar una apología del delito, da miedo y preocupa que en épocas de democracia persistan mentes retrógradas y extremistas, que consideren a la violencia como una solución para los problemas sociales.
Y sí, hay libertad de expresión, pero también debe existir respeto por las opiniones de los demás y por la vida en general y sin excepciones.
Llegar a pensar que matar a los ladrones acabará con el robo, además de incoherente, resulta preocupante, porque se convierte en una excusa para ensuciarnos las manos con sangre, que probablemente no será de inocentes, pero sí de seres humanos que merecen respeto.
Finalmente rescato el comentario acertado de un lector: “Paz” no se escribe con sangre.