Juan B. Juárez*
La pintura de Samuel Perén destaca no sólo por la vivacidad de su colorido, el origen popular de su temática o por la, a veces, compleja composición por la que, por ejemplo, un abigarrado y caótico conjunto ?un amontonamiento? de muebles rústicos puede sugerir la idea de un pueblo indígena, con iglesia y escuela incluida ?o un improvisado asentamiento urbano?enclavado peligrosamente en la empinada ladera de una montaña. La verdad es que tras esas notables características de su obra subyace un meticuloso conocimiento del oficio y una concentrada ?casi diríamos amorosa?entrega al trabajo pictórico para el cual lo único que interesa es la calidad técnica del cuadro y la exacta dosificación emotiva en la representación orientada al realismo.
Eso explica el hecho de que Samuel Perén pinte poco y muy lentamente. Verlo pintar es asistir a un demorado y silencioso diálogo en el cual el proyecto artístico que se inquieta en su cabeza le va murmurando sus minuciosas exigencias técnicas, que él, con solícita meticulosidad se esfuerza en satisfacer. Tales exigencias de la obra y las correspondientes respuestas del artista van desde la adecuada preparación de la tela, el inusual enfoque del tema, el lento dibujo, las difíciles perspectivas, la compleja gradación cromática de los fondos hasta llegar al color exacto y definitivo que dará la vivacidad al armonioso conjunto imaginado en soledad. Su obra, pues, no es sólo el resultado de una habilidad, de un oficio aprendido en la escuela sino propiamente de una relación amorosa entre la intuición y la técnica artística.
Si Samuel pinta muy poco, habla todavía menos. Sin embargo, de su laboriosa vida de pintor habría que destacar por lo menos tres hechos cruciales que, con la sutil desaprensión de un destino que debe cumplirse forzosamente sin importar las circunstancias, lo marcaron profunda y definitivamente hasta convertirlo en el singular artista que actualmente es. Haber nacido en Comalapa fue su involuntario pero fatal primer paso que, por la vía de la tradición, el folclor y la necesidad le señaló, con la misma indiferencia de las nubes pasajeras, el itinerario sin desvíos de su destino, del cual, al inicio de su juventud, renuncio con la intransigente rebeldía de un adolescente, aunque tal renuncia le significó abandonar la Florencia pueblerina y romper tajantemente los lazos espirituales que lo ataban a la familia y al pueblo de costumbres pintorescas.
El segundo episodio de esa serie fatal se inició al mismo tiempo que su aventurero escape del campo a la ciudad, pues entre las infinitas posibilidades que le ofrecía la ciudad capital el primer empleo que encontró fue el de guardián nocturno precisamente en la Escuela Nacional de Artes Plásticas. Fue otro golpe del destino el que lo convirtió en aprendiz de pintor académico en la jornada vespertina y en guardián nocturno de una escuela que, por lo menos en aquellos tiempos, era famosa porque desde el propio director hasta los alumnos de primer ingreso, extendían la jornada hasta bien entrada la madrugada. Digamos que, en ese ambiente de libertad, le encontró sentido a la disciplina de trabajo y al prestigio académico y, deslumbrado por las posibilidades de realización que le abría el creciente dominio de la técnica, recuperó el amor por la pintura. Un amor apasionado aunque, a causa de su timidez, de lenta evolución.
El último episodio tuvo lugar en la capital mexicana donde trabajo como ayudante del célebre grabador Arturo García Bustos, de imperecedero prestigio en Guatemala por su generosa participación en los talleres de gráfica popular de la década revolucionaria. Quizás de él aprendió que no hay temas pequeños, que es el artista con su genuino sentimiento profundo y con su humilde poder de creación el que les da la magnitud de su propio espíritu.
En la pintura actual de Samuel se anudan inextricablemente esos tres episodios ?y sin duda otros de lo que prefiere no hablar–, pero su raíz comalapense nunca lo ha abandonado y se manifiesta no en lo pintoresco que su pintura NO es, sino en la relación íntima que mantiene con el oficio, en el silencioso avanzar cíclico de su trabajo y en el significado de sus temas que tienen una profundidad que no proviene de la meditación sino de la intuición, de la experiencia y de la vida misma. Su gran tema es el trabajo y la obra, que en sus cuadros se presenta al mismo tiempo como los productos artesanales (los muebles rústicos) que se producen alegremente en el taller de carpintería, o bien como carga que uno va arrastrando por la vida. Recuerdo especialmente la vista en perspectiva de una calle de un pueblo cualquiera que se pierde entre las ondulaciones de los cerros, calle bordeada de roperos y de armarios en los que la gente, actualmente, se resguarda atemorizada.
* Pintor guatemalteco y crítico de arte