Como la mayoría de los patojos, cuando yo era chirís también jugaba fútbol con güiros de mi generación, pero por buena o mala suerte no le atinaba a patear acertadamente al balón, que inicialmente era de trapo o de materia prima del árbol de hule, compacta, de suerte que cuando mis amigos armaban improvisados equipos para divertirse en calles o potreros, solía ser el último al que escogían.
Por exclusión, siendo adolescente dediqué mi pasatiempo, sobre todo cuando me iba de capiusa, a jugar básquet y voleibol o a nadar en los ríos de Malacatán, especialmente el Petacalapa y el Suchiate, y posteriormente en los tanques del balneario Agua Tibia, de San Pedro Sacatepéquez, siempre en San Marcos, que de tibia tenía lo que el portero shecano Tía Busha presumía de destreza. Pero seguí siendo aficionado al fútbol, haciendo caso omiso del criterio de finos intelectuales que desprecian ese deporte, al alcance de los compatriotas, especialmente del área rural.
Poco me ilusionaba, empero, que la selección llegara a participar en las finales del campeonato mundial, para que no fuera a hacer el ridículo, y desde hace lustros me persuadí que ese objetivo es irrealizable mientras los destinos de la Federación de Fútbol estén en poder de una partida de mañosos, al igual que muchos de los equipos departamentales.
Cada cuatro años, cuando se inician las eliminatorias para representar a la Concacaf doy por descontado que el combinado guatemalteco no pasará de lombriz a gusano, porque los dirigentes de la federación están más interesados en viajar (al igual que sus pares del Comité Olímpico) y darse la buena vida que en preocuparse por la superación de los futbolistas, incluyendo los miembros de la selección, y por ello, a sabiendas de que no ascenderá de sanate a zope desplumado, no soporto 90 minutos ver a veloces, hábiles e intrépidos jugadores, según los picos de oro de la “televisión guatemalteca”, o sean los locuaces narradores y académicos comentaristas de la TV, que rayan en la genialidad, devenidos en cómplices espontáneos o mercenarios de la pandilla que está al frente de la citada manirrota y descarada federación.
Si hoy dedico este espacio al fecundo fútbol profesional guatemalteco (porque ni modo que vivan de gratis dirigentes, entrenadores, jugadores, cronistas y demás laya) no es porque esté resonando el escándalo de partidos arreglados a escala mundial, menos por estar asombrado que ese combinado haya sido eliminado de primas a primeras en el último trecho para llegar al próximo mundial, sino porque estoy convencido de que ya es tiempo que el dinero que aporta el Estado –que supera los Q5.7 millones anuales– a esa disciplina deportiva, se invierta en otros renglones, ya sea en distintos deportes de masas o en adecentar las instalaciones dedicadas a la cultura y a pagar decorosos sueldos a artistas de variada índole que naufragan en su miseria.
¡Cómo es posible que fracaso tras derrota se persista en destinar ese millonario presupuesto a dirigentes corruptos y sus deslenguados y aprovechados lambiscones!, entre ellos dos sudamericanos que vinieron a descubrir sus minas a cielo abierto en una actividad bochornosa.
Como contribuyente expongo que la selección de fútbol deje de participar en competencias internacionales durante una década, por lo menos, y destinar los recursos a preparar a niños y adolescentes futbolistas en los departamentos y barrios capitalinos.
Dirán que es atentar contra de la autonomía del deporte, aunque sea lucrativo para esa banda de gorrones que se extiende desde dirigentes hasta alcanza bolas.
(A su retorno a casa, la mamá del árbitro de fútbol Romualdo Tishudo le pregunta: –¿Cómo te fue? El réferi replica: –¡Muy bien! Con decirte que cientos de personas se acordaron de vos).