Fugaz experiencia de un apático sedentario


Hastiado de la propaganda polí­tica y de escribir vanamente acerca del proceso electoral, hoy amanecí­ sin ganas de abordar algún tema que demandara un poco de reflexión, y de ahí­ que para contribuir a hacer más relajado el sábado a mis contados lectores, dispuse resumir el mensaje que me envió un sosegado amigo mí­o, referente a su tentativa de ponerse fí­sicamente en forma. Helo aquí­, dirí­a mi paisano Romualdo:

Eduardo Villatoro

Q- A causa de mi trabajo sedentario y la acumulación de grasa en mi barriga, mi jefe me obsequió un curso de entrenamiento en un gimnasio de pomada. Allí­ me asignaron de entrenadora personal a Oly, una escultural instructora, quien me indicó que anotara mis experiencias en una ficha, como un diario, para observar mi progreso.

Dí­a 1: Me levanté a las 6 a.m. y me encaminé al gimnasio. Oly me esperaba. Me mostró los aparatos y después de 5 minutos de bicicleta fija me tomó el pulso. Se alarmó porque estaba acelerado. Le dije que era su culpa por estar vestida con una malla tan ajustada al cuerpo.

Disfruté viéndola dar su clase de aerobics, después de terminar mi inspirador primer dí­a de ejercicio, incluyendo abdominales.

Dí­a 2: Sólo después de tomarme dos tazas de café me pude despabilar, para encaminarme al gimnasio. Oly hizo que me recostara boca arriba, me puso a levantar una pesada barra de metal y luego ¡le puso pesas! Después, mis piernas apenas me podí­an sostener en la caminadora, pero logré completar un kilómetro. La aprobadora sonrisa y el guiño de Oly me hicieron pensar que habí­a hecho una proeza. ¡Me sentí­a fantástico!

Dí­a 3: La única forma en que pude lavarme los dientes fue sujetando con tape el cepillo en el lavabo, mientras yo moví­a la cabeza hacia ambos lados. Creo que tengo una hernia abdominal. Me costó manejar hacia el gym. Cuando frenaba me dolí­an hasta las uñas.

Oly se impacientó un poco conmigo, diciendo que mis gritos y gemidos de dolor molestaban a las demás personas que se esmeraban en sus prácticas fí­sicas. Me dolieron los genitales cuando subí­ a la cinta, por lo que Oly me cambió a la escaladora. Yo me pregunto ¿quién fue el estúpido que inventó una máquina para hacer algo que ya es obsoleto desde que existen los ascensores?

Dí­a 4: Oly me esperaba con su sonrisa burlona al estilo de cierto candidato presidencial, porque llegué media hora más tarde. Es que me llevó 30 minutos acordonarme los tenis. Esa sádica mujer me puso a trabajar con las mancuernas; pero cuando se distrajo fui a esconderme a un baño.

Otro entrenador llegó por mí­, y como castigo ordenó ejercitarme en la máquina de remar. Por el esfuerzo que hice me salió un estruendoso gas que se escuchó en todo el gimnasio.

Dí­a 5: A nadie detesto tanto como a Oly. Esa esqueletuda con í­nfulas de modelo. Si tuviera un poco de fuerzas le darí­a un golpe en el trasero. Esta vez quiso que trabajara con mis trí­ceps ¡Y yo no tengo trí­ceps! Me costó convencerla, pero logré que me pusiera en la bicicleta fija. Estaba tan agotado que sólo di un par de pedalazos y me desmayé.

Cuando desperté, estaba en la cama de una nutricionista. Otra mujer pelona y huesuda que ?la muy engreí­da? intentó darme una cátedra de alimentación sana. Esa anoréxica no tiene la más lejana idea de lo que es estar muriéndose de hambre y ansiar comer huevos revueltos, frijoles, mosh con bananos y pan, plátanos fritos y rodajotas de francés con jamón y mantequilla.

¿Por qué ?pensaba yo, disgustado? no me pudo tocar alguien más tranquilo, como un maestro de pintura o un estilista?

Dí­a 6: La infeliz de la Oly me dejó un mensaje en mi teléfono celular, con esa su vocecita de mecanógrafa desnutrida, preguntándome por qué no fui hoy al gimnasio.

Con sólo escucharla me dieron ganas de aventar el móvil por la ventana, pero en un instante de sensatez, opté por tirarlo sobre la cama, aunque se fue cayendo lentamente en el piso. Como no tení­a fuerzas suficientes para levantar el celular y ni siquiera para buscar el control remoto de la televisión, me tuve que aguantar dos horas viendo un solo canal.

Para ajuste de penas era una estación de deportes en las que transmití­an absurdos certámenes, como el de varios hombres corpulentos, seguramente con cerebros atrofiados, que se afanan en levantar grandes trozos de madera, jalar pesados remolques, encaramar sobre una especie de columnas unas enormes piedras redondas.

Dí­a 7: Le pedí­ a una hermana que me llevara a la iglesia, para agradecerle al Señor por haber terminado esta extenuante semana. También le rogué que el año entrante mi jefe me mande a hacer algo más divertido: una endodoncia, un cateterismo, un examen digital de próstata, cualquier cosa, menos hacer gimnasia.