Eduardo Blandón
Friedrich Nietzsche es un filósofo que no necesita presentación. Su legendaria fama de pensador maldito u hombre de dotes extraordinarios le preceden y no hay casi nadie que, por curiosidad o sabihondez, no haya leído al menos un par de líneas de su monumental obra. El caso de Nietzsche es peculiar porque su trabajo bibliográfico polifacético bien puede ser leído desde el puro afán literario o desde los deseos apasionados por la filosofía. Cada uno elige con qué propósitos se acerca al mito alemán.
«El crepúsculo de los ídolos» contiene lo que en esencia será el leitmotiv de su obra: su rechazo a la metafísica, la renuncia a todo sistema, su crítica a la filosofía convencional, su opción por la vida, el amor a su superhombre, el desenmascaramiento de la falsa moral y su abominación por el cristianismo. Todo, escrito con elegancia, sarcasmo, ironía y mucha penetración. Es decir, con Nietzsche no hay cabos sueltos ni pérdida de tiempo, si no se aprende de una forma, se hace de otra.
Sus aforismos son ya proverbiales. Nietzsche no es un escritor que necesite muchas páginas para transmitir sus ideas, le bastan pocas palabras para demoler murallas y en ocasiones cortos silencios para edificar construcciones. í‰l mismo se jactaba de esa cualidad: «el aforismo, la sentencia, en los que yo soy el primer maestro entre alemanes, son las formas de la «eternidad»; es mi ambición decir en diez frases lo que todos los demás dicen en un libro, -lo que todos los demás no dicen en un libro-«.
Vayamos al texto. Como he dicho, en la obra hay un poco de todo en relación a sus grandes ideas. Lo que yo haré ahora es entresacar algunos pensamientos que, por comodidad o simple gusto (en todo caso debe criticarse a mi vulgar paladar) las cosas que son interesantes y pueden incitar a la lectura.
Hay en la obra de Nietzsche una crítica a la cultura de su tiempo, a la universidad y al espíritu de los compatriotas de su época. Según él, la «cultura», el saber o la filosofía estaban en crisis. Para el pensador, desde hacía mucho tiempo había desaparecido Schopenhauer, «el último gran filósofo alemán» y no quedaba sino la superficialidad y la falta de talento en ese espíritu germano.
«El poder vuelve estúpidos a los hombres… Los alemanes -en otro tiempo se los llamó el pueblo de los pensadores: ¿continúan pensando hoy? -Los alemanes se aburren ahora con el espíritu, los alemanes desconfían ahora del espíritu, la política devora toda seriedad para las cosas verdaderamente espirituales -«Alemania, Alemania por encima de todo», yo temo que esto haya sido el final de la filosofía alemana? «Â¿Hay filósofos alemanes?, ¿hay poetas alemanes?, ¿hay buenos libros alemanes?», me pregunta en el extranjero. Yo me sonrojo, pero con la valentía que me es propia incluso en casos desesperados respondo: «Â¡Sí, Bismarck!» -¡Confesaría yo siquiera qué libros lee hoy la gente?… ¡Maldito instinto de la mediocridad!-«.
¿A qué puede atribuirse la debacle? Nietzsche señala a la Universidad. Esta institución, critica el pensador, desde hace mucho tiempo se ha vuelto superficial y mediocre, por esto ha descuidado lo fundamental: no enseña a pensar, a observar, a escribir. Los estudiantes no leen libros y los profesores escriben cosas sin valor. Así, el mundo ha perdido su rumbo y necesita una renovación.
«Nuestras Universidades son, contra su voluntad, los auténticos invernaderos para esta especie de atrofia de los instintos del espíritu (?). Al sistema entero de educación superior en Alemania se le ha ido de las manos lo principal: tanto la finalidad como los medios de lograrla. Se ha olvidado que la educación, la formación misma -y no el Reich- es la finalidad, que para lograr esa finalidad son precisos educadores -y no profesores de Instituto y doctos de la Universidad? Hay necesidad de educadores que estén educados ellos mismos, de espíritu superiores, aristocráticos, probados en cada instante, probados por la palabra y el silencio, culturas que se hayan vuelto maduras, dulces, -no los doctos zopencos que los Instintos y la Universidad ofrecen hoy a la juventud como «nodrizas superiores». Faltan, descontadas las excepciones de las excepciones, los educadores, primera condición previa de la educación: de ahí la decadencia de la cultura alemana».
La cultura que propone Nietzsche, la construcción del nuevo hombre, el superhombre, tiene que partir de la crítica al mundo dado y creado por los falsos profetas. Por tanto, es urgente la renuncia, la criticidad, la «transvaloración de la moral» y, por supuesto, siempre estar dispuesto a vivir «más allá del bien y el mal». El proyecto nietzscheano exige renuncia y mucho coraje para enfrentarse a la fábula creada por la cultura.
Ese «mundo verdadero» acabó convirtiéndose en fábula gracias fundamentalmente a la influencia del cristianismo. Esa es la razón por la que el filósofo apuntó su crítica más agria hacia una religión que creía opresora y mentirosa. No se puede ser «humano, demasiado humano», mientras no nos pongamos al margen de esa ideología para borregos. Aquí es donde el filósofo vislumbra la necesidad de anunciar la muerte de Dios.
¿Pero cuál es su crítica más penetrante al cristianismo? El odio, según Nietzsche, que tiene hacia la vida. Los cristianos detestan la vida, afirma, el placer, el goce, el disfrute y apuestan por una moral de esclavos, abrumadora e infeliz. Ningún hombre puede sentirse dichoso con tales cargas. Una vida así es casi una existencia castrada en la que no cabe nada interesante.
«La Iglesia combate la pasión con la extirpación, en todos los sentidos de la palabra: su medicina, su «cura», es el castradismo. No pregunta jamás «Â¿cómo espiritualizar, embellecer, divinizar un apetito?»- en todo tiempo ella ha cargado el acento de la disciplina sobre el exterminio (de la sensualidad, del orgullo, del ansia de dominio, del ansia de posesión, del ansia de venganza).- Pero atacar las pasiones en su raíz significa atacar la vida en su raíz: la praxis de la Iglesia es hostil a la vida?».
Para conquistar la autonomía son necesarios un gran espíritu de libertad e independencia. Quien quiera llevar una vida auténtica debe ser fuerte (superhombre) e inteligente. Sólo el sabio, según Nietzsche, puede entrever lo que se oculta a la mayoría y atreverse al cambio. «Hay que tener necesidad de ser fuerte: de lo contrario, jamás se llega a serlo».
«La libertad significa que los instintos viriles, los instintos que disfrutan con la guerra y la victoria, dominen a otros instintos, por ejemplo a los de la «felicidad». El hombre que ha llegado a ser libre, y mucho más el espíritu que ha llegado a ser libre, pisotea la despreciable especie de bienestar con que sueñan los tenderos, los cristianos, las vacas, las mujeres, los ingleses y demás demócratas. El hombre libre es un guerrero».
Luego de lo escrito hasta aquí y más allá del escándalo que el buen Nietzsche pueda provocar, huelga decir que recomiendo la lectura del libro. Puede comprarlo en Librería Loyola.
Friedrich Wilhelm Nietzsche (15 de octubre de 1844 -25 de agosto de 1900) fue un filósofo, poeta y filólogo alemán, considerado uno de los pensadores modernos más influyentes del siglo XIX.
Realizó una crítica exhaustiva de la cultura, religión y filosofía occidental, mediante la deconstrucción de los conceptos que las integran basada en el análisis de las actitudes morales (positivas y negativas) hacia la vida. Este trabajo afectó profundamente generaciones posteriores de teólogos, filósofos, psicólogos, poetas, novelistas y dramaturgos.
Meditó sobre las consecuencias del triunfo del secularismo de la Ilustración, expresada en su observación de que «Dios ha muerto» en una manera que determinó la agenda de muchos de los intelectuales más célebres después de su muerte.
Si bien hay quienes sostienen que la característica definitoria de Nietzsche no es tanto la temática que trataba sino el estilo y la sutileza con que lo hacía, fue un autor que introdujo, como ningún otro, una cosmovisión que ha reorganizado el pensamiento del siglo XX, en autores tales como Michel Foucault o Deleuze entre otros.
Nietzsche recibió amplio reconocimiento durante la segunda mitad del siglo XX como una figura significativa en la filosofía moderna. Su influencia fue particularmente notoria en los filósofos existencialistas, fenomenológicos, postestructuralistas y postmodernos. Es considerado uno de los tres «Maestros de la sospecha» (según la conocida expresión de Paul Ricoeur), junto a Karl Marx y Sigmund Freud.