Por Juan B. Juárez
¿Qué pintar?, ¿y para qué?, ¿y por qué? Para Francisco José García el impulso de pintar no necesita justificaciones. Dejar en libertad a su imaginación es para él una simple necesidad, no de evadir o negar la cruda realidad que nos agobia sino de retornar al único estado espiritual en que es posible la expresión artística: la libertad es el estado natural de todo espíritu creador.



Pero, dado un pretexto -las aves, por ejemplo, o la pintura misma, o los muros de las casas viejas-, veamos a dónde lo lleva su libre imaginación. Hay que tener presente que su pintura es esencialmente poética y que los poetas no imaginan sino que respetan lo que su imaginación imagina. Así, más que de la simple fantasía ociosa, las imágenes que se muestran en su pintura se derivan de intuiciones y vivencias profundas y significativas que su lenguaje pictórico vuelve simbólicas. La imaginación en libertad funciona de una manera parecida a los sueños: a ella acuden recuerdos casi olvidados, temores y deseos profundos y ocultos que de pronto recuperan la intensidad de las vivencias que los originaron. La diferencia es que en la imaginación de un poeta o, en este caso, un pintor, lo imaginado no se queda como una experiencia personal, fugaz y privada sino que adquiere una densidad casi opresiva que exige ser interpretada y compartida como una manera de volverse otra vez -ahora como conciencia- parte activa de lo real.
El oficio de Francisco José consiste en respetar sus visiones. Su dominio técnico, cada vez más fluido y preciso, no es un alarde de virtuosismo sino una respuesta a la complejidad de sus imaginaciones, una manera de acompañarlas a donde ellas lo lleven, de serles fiel, sin traicionarlas a la hora de recrearlas y compartirlas. Y es que la imaginación puesta en libertad no se detiene en lo placentero sino en lo significativo: de allí que sus imágenes saturadas de lírica nostalgia sean al mismo tiempo portadoras de inquietantes revelaciones. El enfrentamiento de los gallos, las tazas rotas, los volcanes en erupción, los cuervos siniestros portadores de las llaves, las barcas que vuelan sostenidas por pájaros y cangrejos, la mirada triste y resentida de las aves migratorias sobre los trazos de ciudades desdibujadas por la lejanía y el desarraigo, el escenario indeciso del paisaje difuso, los colores violentos que, como atmósfera irreal, envuelven las escenas cotidianas, ¿no son acaso símbolos de nuestro tiempo que aluden, en clave poética, a las crisis que desgarran a nuestra sociedad? De esa cuenta, más que temas o pretextos para pintar, se trata de realidades punzantes y escabrosas que dejan su impronta en el tejido vivo de una imaginación fértil y activa.
Que el poeta sea en este caso un pintor joven de Quetzaltenango habla no sólo de una fina sensibilidad sino, al mismo tiempo, de la crudeza de las experiencias a las que ha sido sometido en su ambiente vital más inmediato y a las cuales responde con contrastante delicadeza.
La imaginación de Francisco José puesta en libertad regresa a su realidad, es decir a la nuestra.