El debilitamiento del Estado de Guatemala ha sido resultado de una constante prédica en contra de todo lo que es público y la exaltación de lo privado, campaña que arrancó en la segunda mitad del siglo pasado y que nos llevó a extremos tales que hoy en día en muchos sentidos y en extensas regiones del país, no se nota la presencia del Estado ni siquiera en el campo de la seguridad ciudadana que era, según la teoría, uno de los campos a los que se debía limitar el poder público.
La incautación de un arsenal impresionante en Alta Verapaz es una muestra de cuan débil ha sido la institucionalidad para ejercer control en cuestiones fundamentales. El trasiego de armas evidencia la fragilidad de las instituciones del Estado guatemalteco y compromete seriamente su capacidad de defensa porque, como dijo ayer el Presidente, ese equipamiento bélico no pareciera destinado a apoyar a carteles, sino a realizar una toma del país por la fuerza.
No entendieron los que promovieron el desmantelamiento del Estado que al final de cuentas se le castraría hasta convertirlo en inútil para el cumplimiento aún de aquellos limitados fines que la prédica ideológica le asignaba. Hoy, cuando vemos enfrente la amenaza de carteles de droga y de grupos armados de lo que el ministro de la Defensa llama «narcoterroristas», nos damos cuenta del error cometido en cuanto a esa obtusa visión de aniquilamiento de lo público.
El régimen de impunidad, que es el caldo de cultivo para que florezcan en nuestro país distintas expresiones de crimen organizado, es en buena medida consecuencia del debilitamiento del Estado hasta convertirlo en un eunuco incompetente. Por ello es que creemos que es urgente hacer una revisión de la visión que el colectivo social tiene del papel del Estado, porque obviamente nos urge fortalecer sus instituciones para permitir que puedan cumplir fines tan esenciales como la garantía de la paz y seguridad, así como la administración eficiente de la justicia para castigar a los delincuentes.
En realidad ni todo lo público es satánico ni todo lo privado está santificado. En ambas esferas hay luces y sombras, virtudes y corrupciones que no se pueden pasar por alto. Por ello es que hace falta un sano equilibrio entre la iniciativa de los particulares y el papel regulador del Estado. Mundialmente se demostró con la última crisis financiera global que la relajación de controles y regulaciones alentó la corrupción de banqueros y especuladores que terminaron llevando al mundo a una crisis de la que no nos terminamos de recuperar.
Fortalecer a un Estado eficiente, capaz del máximo rendimiento con el mínimo gasto, es un imperativo si queremos hacer viable nuestro futuro.