No sé cómo expresar lo que me pasa. Es tristeza mezclada con dolor, dolor por no haberlo visto últimamente, dolor de pensar que no podré escuchar su voz de nuevo al otro lado del teléfono o que no voy a encontrármelo en la misma librería o en el mismo café. Y sí, eso duele, a mí me produce una sensación extraña, que de pronto es tristeza, de pronto pesar, de pronto una molestia que me invita a arremeter contra quien se encuentre cerca, a llorar, vaciarme, a dormir, dormir por horas.
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Se fue, y aunque creo que es bueno para él descansar ya, el egoísmo me hace querer imaginar que fue un sueño feo, que no pasó y que ahí sigue apareciendo de pronto en alguna actividad o expresando su opinión y su rechazo a muchas cosas en una entrevista.
Entrevistas, ufff, cuántas le hice y no publiqué ninguna, al menos no en un medio, dos o tres fueron por mi tesis, quizá más, pretextos para ir a escuchar sus historias, pedirle consejos, oír sus regaños y discutir siempre sobre el nuevo movimiento poético en Guatemala, el cual yo le acreditaba la paternidad y él me decía que eran babosadas, que no había tal y que no asumía ser el papá de nada. Y sin embargo lo fue.
Generoso aunque lo negara, impulsó a muchos a escribir y/o abrir su mente, yo sólo hice lo segundo, con sus talleres de poesía en el Paraninfo y los de cuento en la Biblioteca. Por él nació Tayer, surgieron los Novísimos y toda una colección de libros de poesía, talleres que otros afortunadamente imitaron, colectivos que surgieron de la iniciativa de talleristas a los que él escuchaba, La Ermita y cuánto más.
Siempre me decía lo mismo, “no dejés que te miren la cara de babosa, ¿cuándo vas a aprender?, no confiés y saca todo y ponélo en el papel”, esto luego de mis relatos, casi confidencias. Recuerdo el día que conoció mi oficina, llegó él mismo a dejarme unos ejemplares de La Ermita, nos fuimos a comer y me dijo que le daba gusto ver que iba creciendo.
Cuando yo le contaba esto a otras personas, muchas me decían que no era cierto, que él no era así. No me importa hoy y en ese entonces tampoco, yo sé que él me tenía cariño y no lo digo ahora que su cuerpo ya no está latiendo, lo he dicho siempre y yo más que cariño y admiración lo quería, lo quiero en realidad mucho.
Nunca me firmó un libro, me dijo que me dejara de babosadas y que yo era de confianza, quizá fue el mejor reconocimiento a nuestra amistad, creo que puedo llamarla de esa forma.
Por él perdí el miedo a pulsar mis ideas en la computadora, cosa que él detestaba –las computadoras digo–, por él descubrí a otras personas maravillosas y que sé hoy sienten lo mismo que yo, hablo de Eduardo Villalobos, de Edie Alfaro, Maya Cú y Alfonso Porres. Por él me decidí a escribir mi tesis aunque me dijera que para qué gastaba papel en él y luego sonriera de satisfacción. No lo decía pero le gustaba sentirse querido. Salud, Marco Antonio, y flores amarillas nomás.