Filosofí­a de lo cotidiano


«La vida feliz y dichosa es el objeto único de toda filosofí­a».

Cicerón

«He cometido el peor pecado que un hombre pueda cometer. No he sido feliz».

Jorge Luis Borges

Harold Soberanis*

Para el común de los mortales, que desconocen su naturaleza y valor, prevalece la idea de que la Filosofí­a no sirve; en todo caso, es un saber reservado a mentes ociosas cuyas oscuras e impenetrables disquisiciones ofrecen placeres inconfesables al ejercicio de la autocomplacencia intelectual.

Quienes opinan así­, lo hacen desde el resguardo de su propia ignorancia, la cual, al fin de cuentas, les exculpa. Lo grave es cuando personas con formación académica niegan que la Filosofí­a posea un valor superior a cualquier otro tipo de conocimiento, ya que saben que esto es mentira. Desde la lógica del mercado de un sistema económico perverso como el capitalismo, la filosofí­a no es útil.

Sin entrar en los vericuetos de interminables discusiones, sean académicas o vulgares, sobre si la Filosofí­a es valiosa o no, si es útil o no, deseo reflexionar acerca de cómo desde lo cotidiano se puede configurar un saber que al sedimentarse en nuestro ser se vuelve filosofí­a, es decir, una comprensión del mundo que orienta en él y que debe ser constantemente revisada. Así­, sucede que de pronto, ante un hecho fortuito que nos golpea, nos percatamos que algunas de las cosas o creencias que considerábamos absolutas e incuestionables, no lo eran. En ese momento, la concepción que tení­amos del mundo, los valores o las verdades que nos habí­amos forjado, se vienen abajo. Si somos sensibles a esos acontecimientos, sacaremos alguna enseñanza. í‰sta, ya en forma de sabidurí­a o filosofí­a práctica, volverá a la esfera de lo cotidiano en el intento que hacemos por comprender la realidad. Y es precisamente en esa relación dialéctica entre el mundo de la experiencia externa y el mundo interno de la vida, donde la Filosofí­a, en tanto un saber que surge de lo cotidiano, revela su valor.

Se sabe que el único ser que filosofa es el hombre, el género humano. Y lo hace desde su propia condición existencial que le interpela y lo impulsa a la búsqueda de respuestas más firmes y certeras con las cuales pueda comprender su realidad inmediata. Precisamente esta realidad inmediata es de donde surgen aquellas cosas o hechos que deben estimular al hombre a reflexionar, provocando ideas, pensamientos, etc; que deberán acumularse y depositarse en su ser a lo largo de los años, hasta convertirse en sabidurí­a, es decir, un saber cuya validez radica en que le orienta en la búsqueda del sentido de la existencia.

Así­, ante realidades como la muerte, la vejez, el desamparo, la ausencia de esperanza, la falta de sentido, la búsqueda de la felicidad etc; la filosofí­a, esa sabidurí­a que es producto de la observación y reflexión sobre lo cotidiano, puede dar respuestas que consuelan el alma en ese tiempo de soledad en el que se ve languidecer la vida.

Heidegger afirmaba que el hombre es el único ser que muere. Lo decí­a en el sentido de que el ser humano es el único que está consciente de su propia muerte, conciencia que le lleva a la revelación de la finitud y precariedad de su existencia. Esta verdad, aunque dolorosa, deberí­a conducirle, si fuese auténtico, a asumir que es un ser contingente y finito y, por lo mismo, deberí­a verse obligado a vivir intensamente cada instante de su existencia. Sin embargo, muchas personas huyen de esta revelación refugiándose en las religiones que les prometen vida eterna. O se ven condenados al quietismo y la desesperación, sin comprender lo maravilloso de la vida y sin entender que el único imperativo moral válido es el de ser felices. La vida es tan corta que lo mejor es disfrutarla, lo cual no significa hacer lo que venga en gana y actuar sin escrúpulos aprovechándose de todos, entregándose, cual cerdo, a cualquier clase de placeres o llevar una vida frí­vola llena de cosas materiales pero sin cultivar el alma, como lo pedí­a Sócrates.

No. Disfrutar la vida, se refiere a buscar permanentemente la felicidad en cada cosa que se hace; en encontrar, aún en lo trágico, el valor de una existencia única que revela que esa vida que se vivió valió la pena, y que valdrí­a la pena volverla a vivir.

Es la enseñanza que se deberí­a sacar cuando, por ejemplo, se ve envejecer a alguien a quien se ama y, aunque su vejez duela en el alma porque junto a ella va la decadencia y la pérdida de autonomí­a, y acaso dignidad, es una realidad que todo ser humano debe enfrentar. Aunque ver personas que envejecen sea algo común, cuando esta acontece en la inmediatez de la esfera individual, se revela como una cruel verdad que nos enfrenta de golpe ante la realidad de la muerte y el sentido absurdo de la existencia pues se sabe, ahora sí­ de manera certera, que ese es el destino de todos.

Sin embargo, esta revelación no deberí­a impulsar al hombre a buscar distintas maneras de evadir la vida ante su falta de sentido. Por el contrario, deberí­a hacer que todos la amen con mayor intensidad en una permanente entrega, en un constante gozo del momento efí­mero, asumiendo con completa dignidad su carácter absurdo. Así­, de un hecho cotidiano, común a todos los seres y a todas las cosas, como lo es la vejez, se puede hacer una serie de reflexiones que volverán a la vida de todos los dí­as en forma de sabidurí­a. Esta a su vez, deberá orientar a la persona en la búsqueda constante por encontrar el sentido de su existencia, lo que incluye también, plantearse objetivos, desarrollar un tipo de vida y cultivar el alma. Le servirá de guí­a en los momentos de oscuridad y de consuelo en las horas de desamparo; de cómplice en los instantes de placer y de confidente en la época de duda.

He aquí­ pues, cómo la filosofí­a revela su valor y utilidad para la vida de los hombres y mujeres de todos los tiempos. Este saber no está encerrado únicamente en las aulas de la academia. Está en la calle, en los hechos cotidianos de todos los dí­as de todas las épocas y de todos los seres. Solamente se debe estar atento a los acontecimientos de cada instante, pues ahí­ se muestra. Se debe descubrir en aquellas acciones y hechos que de tan comunes ya no se ven. Cuando se le descubre en la vida cotidiana, se comprende su valor y se percibe la luz que emana de su tradición y que nos alumbra permanentemente en el transcurrir de la existencia.