A Jesucristo casi sólo se le recuerda por su martirio en la cruz. Muy pocos hablan de í‰l como el hombre que predicó con el ejemplo la solidaridad entre los seres humanos. Acaso por los sentimientos de culpa inducidos por el judeocristianismo, la mayoría de creyentes hace énfasis en la crucifixión como su mayor acto de amor. Es un amor que surge del martirio, del dolor y de la crueldad, que nos ha enseñado a darnos golpes en el pecho, a sentir que sólo mediante el castigo los seres humanos seremos redimidos. De ahí que evocando a Jesucristo se permitan tantas injusticias en el mundo.
A Jesucristo habría que verlo desde una perspectiva humana: fue un hombre de carne y hueso, tan humano que murió crucificado por sus actividades político-sociales. Desafiar al poder, a los mercaderes, le costó la condena de un sistema de poder corrupto, injusto y cruel.
Jesucristo encarna no sólo el sacrificio sino antes bien la aspiración elemental de todo ser humano por ser libres, justos y solidarios. Quien crea en Jesucristo y predique su palabra, tiene la obligación moral y ética de actuar en la práctica con aquellos principios y postulados del más célebre y universal de los libertadores de la humanidad.
Desde Jesucristo hasta la fecha, la vida, afortunadamente, nos ha dado también a personajes que con sus actos han perpetuado de alguna manera esos sentimientos que hicieron de aquél un líder indiscutido.
Quién no recuerda a un Espartaco redimiendo a su pueblo ante la barbarie del imperio romano, a Bolívar construyendo la Patria Grande desde el Sur de América, a Martí batallando con las ideas en el corazón mismo del imperio estadounidense, a Gandhi y su práctica de la no violencia, a Mandela liberando a Sudáfrica del racismo y la discriminación, a Guevara internacionalizando la emancipación de los pueblos y, así, una extensa lista de Hombres (con mayúscula) cuyo legado es cabal ejemplo de sacrificio por la libertad, la justicia y la solidaridad humanas.
Pero en esta era cristiana, que ya sobrepasa los dos mil años, acaso Fidel Castro sea excepcionalmente quien mejor encarna estos valores y principios que han empujado las luchas milenarias por un mundo mejor. La suya es una vida cuyo legado humanista acaso sólo alcance a ser comprendido en su justa dimensión cuando el tiempo y la historia terminen dándole la razón, lo cual no está lejos, aunque hoy sea difícil concebirlo con claridad, pues la atrocísima dinámica (si es que vale el término «dinámica») del capitalismo ha atrofiado incluso a mentes brillantes que no ven (o no quieren ver) en él al icono indiscutido de la liberación humana de nuestros tiempos, pues no sólo ha salido indemne de sus batallas contra el imperio sino que ha demostrado en la práctica que el ser humano no es una máquina de consumo (como un traganíquel) y que al sistema voraz de explotación capitalista puede anteponérsele otro donde los seres humanos y la vida sean la prioridad antes que la acumulación desmedida de riqueza y la producción de armas nucleares, por ejemplo.
Fidel ha concluido una etapa al frente de la Revolución cubana, pero sin abandonar la lucha: continuará aportando con su pluma lúcida y categórica. Su distancia como cabeza visible de un Pueblo y su Revolución y lo hace invicto. Que digna transición para un gladiador como él.