Juan Cruz
La primera vez que fui a Buenos Aires iba leyendo sobre la vida de Borges, y terminé el libro al tiempo que se acababa el viaje. El aliento majestuoso del aire me llevaba a la ciudad que él amó tanto, y la lectura me llevaba a Jorge Luis Borges como si él mismo fuera un mapa de Buenos Aires. Si lees a Borges, si sabes de él, Buenos Aires ya es otra historia.
Borges es una ciudad, y se llama también Buenos Aires. No es cualquier ciudad, es una música antigua que va volviendo a tus oídos como si la hubieras escuchado alguna vez en tu infancia. La lectura de Borges, que al tacto parece tan difícil, o tan honda, de pronto se muestra como la lectura de la que ya sabe tu recuerdo. Hay una luminosidad aérea, perfecta, como si antes de escribir él hubiera tenido una revelación, un júbilo. Y eso se traslada a tu percepción y a tu mente, y a tu mirada, y veas o no, esa luz ya es de tus ojos.
Y Buenos Aires se le parece, como una madre o como una hermana, es una luz, y es sobre todo su luz, la luz de Borges. Caminas por la ciudad, vas a los barrios o a los boliches ruidosos, y vas a las grandes urbanizaciones, o a los lugares recónditos, y ahí está esperándote, misteriosa, la sintaxis de Borges, como una mano que deletrea la música de Buenos Aires.
No es un vericueto, como pudiera parecer porque la obra de Borges está llena de vías sinuosas, de escaleras por las que baja una luz interior, a veces opaca, la luz de la vida o del crimen, la luz de la hoja de un cuchillo o la luz de una llanura incendiada, pero esa impresión es engañosa, no es la luz subterránea del mundo, sino la luz aérea de un cielo en invierno; incluso El Aleph, que debe su sustancia a la apariencia de un laberinto, es, en el recuerdo, una luminosa avenida larga; estuve en la avenida Jorge Luis Borges buscando lugares en los que no hubiera estado nunca, y cada vez que entraba en un sitio recibía la impresión inconfundible de haber entrado en espacios propios, en lugares en los que hubiera estado antes, acaso con Borges, antes o después de la vida que ambos hemos vivido.
Cuando leí sus cuentos de dramas y de cuchillos me pareció que él se había fijado en instantes que habíamos vivido los chicos de mi edad en las reyertas inconfundibles de los barrios más humildes de Tenerife. Borges me llevó a creer que en algún momento de mis sueños había estado en una esquina de Buenos Aires, viendo ciertos espectáculos inexplicables de la violencia y del alma.
El soñó la ciudad de su fervor, y a medida que la vio menos fue para él más luminosa, y la contó así, como si ya no fuera preciso verla. Ese es el efecto propio del tacto que produce la memoria: no hace falta ver, recordar es más grande. Ciego ya lo conocí en Madrid, en un hotel donde siempre se alojaba, y me pidió con mucha urgencia que le hiciera un favor preciso: que le acercara a un lugar específico del enorme hall del Palace. Allí, me dijo Borges, veía una luz que a veces se le parecía a la luz de Buenos Aires.
La última vez que estuve en la ciudad me llevaron a la Biblioteca Miguel Cané, donde vivió y trabajó el poeta. Me senté en su silla espartana, ante el muro que le ayudó a imaginar el mundo, a verlo, y tocando los libros que fueron sus libros, escarbando en esa pequeña memoria de su vida grande y a la vez humilde, engrandecida por el fervor de leer, sentí que ya había estado allí muchas veces, como había estado en Buenos Aires, y los libros eran calles angostas o quietas o ruidosas de la gran ciudad cuyo mapa se parecía a su vida.
Luego me llevaron a los cafés; me llevaron a uno, el Café Margot, y ahí sentí que también estuve, acaso en Madrid cuando aún no había acabado el siglo XIX, pero cómo iba a haber conocido ningún sitio en Madrid en el siglo XIX si yo nací a mediados del siglo XX; pero en esa sensación de que el tiempo se rompió están Borges y Buenos Aires, juntos porque la ciudad, como el escritor, te muestra, como El Aleph, que el tiempo no existe, que es una impostación ciega de los días, un bastón engañoso con el que cruzas por la vida como si guiara una ciudad.
Ahí, en el Café Margot, Josefina Delgado, entonces responsable de las bibliotecas porteñas, refrescó viejas anécdotas de la ciudad y del escritor. Le dijo un compañero de trabajo en la biblioteca, abriendo una enciclopedia francesa en la que aparecía ya el nombre de Borges:
-Mirá, Borges, uno que se llama como vos.
-Ah, sí, asintió el escritor, mirá vos la coincidencia.
Y en ese desdén por la fama propia, Borges también se parece a su ciudad; grande, y engrandecida en la memoria de los que la hemos visto y no vivimos en ella, Buenos Aires vive en su propio universo, olvidándose de sí misma para ser más ella; por eso acaso conserva los lugares, los teatros, las librerías, los cafés y las bibliotecas, y no se ha dejado atrapar, como Madrid, en la maraña de una modernidad que no es más que su suicidio como pueblo y como ensoñación urbana.
Cuando uno se va de Buenos Aires es como si cerrara un libro; luego lo vuelve a leer, desde el principio, y siempre ese libro tiene, en alguna esquina, anotaciones de un mapa descrito por Borges. Y cuando me iba, en un café nocturno, me encontré por casualidad con María Kodama. Allí estaba, vestida de blanco, con su pelo blanco. La saludé como si la hubiera visto por la mañana. Y claro que la había visto, con Borges.
* Leído en Revista í‘