Eduardo Blandón
He oído decir que todo lo que se combina con la religión suele ser explosivo: religión y sexo, religión y política, religión y tráfico de drogas, religión y deportes… Lo que sea. Da la impresión que el condimento religioso le pone un sabor especial a cualquier plato que se ponga en la mesa. Esto sin duda lo comprendió bien Fernando Vallejo al poner en evidencia entre los lectores la bomba de alto kilates que proviene del «mix» entre lo religioso y el sicariato.
«La virgen de los sicarios» es una novela corta de 174 páginas, accesible al bolsillo y elaborado en esos textos muy al estilo «vade mecum». Pero su tamaño no va en relación con el calibre de su contenido cuya escritura es exquisita y su imaginación exuberante. La obra pertenece a esos libros que irremediablemente condenan al lector a la esclavitud y la servidumbre que consiste quedarse en casa, escondido, ocupado y con la prisa de terminarlo por el celo de mantener aprisionada la felicidad.
Vallejo se ocupa del libro como el campesino que previo a tirar la semilla ha fecundado el suelo para asegurar el éxito de su cultivo. Esto indica que no hay descuido en su trabajo y todo aparece como bien calculado, tratando de dejar en el largo monólogo de su protagonista el desenfado, la perspectiva vital y el deseo de interpretar la realidad. Dicho esto, hay que decir pronto que la escritura no tiene un carácter pedagógico ni apologético. El autor no defiende su punto de vista sino que describe la realidad y la comparte con sus lectores.
¿Cómo es la realidad del mundo vallejiano en este libro? Es oscuro, tenebroso y lleno de maldad. Hay en los protagonistas de la obra mucha hipocresía, doblez, falsedad y absoluta falta de moral. O bien, sí existe una moral, un carácter, una forma de juzgar la realidad que a la vez conduce a través de normas propias, pero ésta es la moral del crimen y la falta de escrúpulos. Sus sicarios tienen códigos de conducta: son fieles, leales, francos y con capacidad para la ternura, pero al mismo tiempo no experimentan sentimientos de humanidad ni misericordia hacia los otros.
Sin embargo, Vallejos no es maniqueo no nos pinta un mundo divido entre buenos y malos: los malos son los sicarios y los buenos las víctimas y el resto de la sociedad. No es así, el colombiano describe una realidad gris en la que la maldad no es privativa sólo de un grupo. í‰l lo indica, hay maldad en los políticos, irresponsabilidad en los padres que traen muchos hijos al mundo, en la mesera avara que descuida a sus comensales, en los policías que se dejan sobornar… Y así pinta un universo que lejos de ser el creado por Dios aparece diseñado por el mismo Satanás.
Desde el punto de vista religioso, Vallejos es un autor que no deja santo con cabeza. Es un crítico ferviente, fanático y convencido del mal que hace la religión sobre sus, como dice él, presuntos creyentes. Maldice al Papa, detesta a los Obispos, critica la educación católica, odia la hipocresía de los fieles, se burla de los santos y, por sobre todo, niega que exista ese Dios del que hablan tanto quienes tienen fe. Pareciera que para el autor, una de las raíces por las que la sociedad ha extraviado su camino es la que tiene que ver con la religión.
Es la religión quien ha inventado a Dios, pero Vallejos no mira a este ser supremo por ninguna parte. Al contrario, ve miseria, perversión, corrupción y mal a granel. No pudo ser este mundo creado por Dios. Si hay alguien responsable de estos males debe haber sido el mismo Diablo, se burla. Y la animadversión y escepticismo continúa con los santos: san Juan Bosco -ese santo que acostumbrado a corromper a menores, acusa-, María Auxiliadora -la virgen que asegura el pulso de los sicarios, dice-, santo Domingo Savio -un santito casi de pacotilla, insinúa. El mundo religioso para Vallejos está condenado y no produce en él sino amargura.
Por otro lado, el protagonista de la novela, Fernando, es un homosexual con posibilidades económicas que se pasa los días intentando comprender la sociedad colombiana que desconoce por razones de un viaje que lo mantuvo alejado por mucho tiempo. En Colombia, Fernando descubre fundamentalmente el asesinato, el tráfico de drogas, la pobreza y la vejación a los derechos humanos. Su ciudad es la peor de todas, Medellín es la cloaca misma. La vida no vale un centavo. Y para colmos, describe al Presidente, como un pobre inútil que olvida todo al padecer del mal de Alzheimer.
Un mundo así es cruel. Sobre todo si se considera la descripción de sus sicarios: inescrupulosos, inmisericordes, superficiales y ávidos sólo de bienestar. El sicario es el que cobra por asesinar a alguien y considera su actividad como un oficio digno, «normal» como cualquier otro. No siente piedad ni sentido de culpa porque ve en su obrar un trabajo reputado. Los malos son los otros, quienes odian y pagan para quitarles la vida a los otros. Ellos -los sicarios- son solo ejecutores, artistas, obreros sacrificados de un trabajo demandado por la sociedad.
La actividad de los sicarios es, sin embargo, de alto riesgo. Y en esto se diferencia de cualquier otro oficio. Vallejos dice que es una labor que quien la ejecuta tiene un bajo promedio de vida. Los sicarios mueren jóvenes. Por eso sus protagonistas son muchachitos de entre doce y quince años. Y todos mueren asesinados por bandas contrarias, criminales asalariados como ellos mismos. Esta es la razón por la que intentan vivir en poco tiempo a plenitud.
Esa vida plena en el corto tiempo exige mucho sexo, música, fiestas y licor. De aquí que un viejo como Fernando, su protagonista, es consciente de la suerte de conseguir afecto de esos jovencitos de vida presurosa. Es una suerte que acepta consciente de lo artificiosa y fugaz de la experiencia. La acepta como un espacio de felicidad en un océano de maldad. Esa es su Medellín, su Colombia, la de los periódicos amarillistas, los periodistas «paparazzis» y los políticos de mala muerte.
En un mundo así, justo como el de Vallejo, uno se pregunta si el autor mismo no experimenta una cierta nostalgia de Dios, un anhelo profundo de una deidad justiciera, buena y hasta clemente. La frase siguiente puede hacernos sospechar esto:
«Â¿Y Cristo dónde está? ¿El puritano rabioso que sacó a fuete a los mercaderes del tempo? ¿Es que la cruz lo curó de rabietas, y ya no ve ni oye ni huele?».
¿Hay acaso una melancolía de Dios en tanta rabieta de Vallejo? Eso lo puede resolver usted cuando lea la obra. Se la recomiendo.