Federico Chopin: sus polonesas y mazurcas en el bicentenario de su nacimiento. 1 de marzo de 1810-2010.


Raúl Hernández Chacón

El antiguo cine Cali proyectó la pelí­cula «Una llama mágica» en la década de los sesentas, en ciudad de Guatemala. En ella George Sand, seudónimo de Aurora Dupan, la escritora francesa, acapara a Federico Chopin y ante la insistencia de que el maestro desarrolle conciertos, sentencia aquella frase que hoy, 200 años después resulta ser tan verdadera: lo aparto del mundo para que escriba música para la posteridad, es decir para la eternidad. El tiempo, aquel que vivió se fue, pero su música perdura y perdurará para siempre, si es que cabe la expresión «siempre» en el mundo actual en el que cambia todo.


Para interpretar mejor la obra musical de un compositor, no basta escucharla, experimentar emociones sin lí­mite, gozar el armonioso conjunto de notas que componen una melodí­a capaz de despertar sentimientos estéticos de arrebato. Se puede buscar y se encuentran reflexiones y consideraciones de los maestros de la música, que escriben de sus colegas, maravillosas ideas que ilustran con asombrosa claridad, sentimientos y emociones extraordinarias. Franz Liszt es un ejemplo que confirma esto, quien con magistral exquisitez presenta un enfoque de la obra de Federico Chopin, escrito en el año de 1850, traducida por Blanca Chacel y publicada por la Editorial Diana, México 1954.

La obra que es fuente inspiradora y documental de este artí­culo, considera una idea fundamental: las polonesas y las mazurcas de Federico Chopin.

Para introducirse en el mundo musical de Chopin hay una descripción exquisita que apunta: «no se podrí­an estudiar ni analizar con cuidado los trabajos de Chopin sin encontrar en ellos belleza de un orden muy elevado, sentimientos de un carácter perfectamente nuevo, formas de una armoniosa contextura, tan original como sabia. En él se justifica siempre el atrevimiento, la riqueza en incluso la exuberancia, no excluyen la claridad, la singularidad no degenera en extravagancia, las cinceladas no son desordenadas, el lujo de la ornamentación no recarga la elegancia de las lí­neas principales. Sus mejores obras abundan en combinaciones que podrí­a decirse que hacen época en el manejo del estilo musical, atrevidas, brillantes, seductoras, disfrazan su profundidad bajo tanta gracia y su habilidad bajo tanto encanto, que cuesta trabajo llegar a sustraerse a su arrebatador atractivo lo bastante para juzgarlas con frialdad desde el punto de vista de su valor teórico.»

Este panorama general presenta dos consideraciones importantes: primero una apreciación subjetiva de Liszt que describe las caracterí­sticas valorativas de la obra de Chopin y segundo: deja entrever que los crí­ticos teóricos de la época no fueron lo suficientemente hábiles para reconocerlo.

Más adelante dice Liszt: «sus estudios, escritos casi en primer lugar son huellas de un verbo juvenil que se borra en algunas de su obras siguientes, más elboras, más acabadas, más combinadas, para perderse luego quizá, en sus últimas producciones de una sensibilidad más exquisita, que fue durante mucho tiempo acusada de ser sobreexcitada y por lo tanto ficticia. Llega uno sin embargo a convencerse de que esa sutileza en el manejo de los matices, esa excesiva finura en el empleo de los tintes más delicados y de los contrastes más fugitivos, no tiene más que un falso parecido con la búsqueda del agotamiento. Examinándolos más de cerca, se ve uno obligado a reconocer el acierto, a veces la intuición de las transiciones que realmente existen en el sentimiento y en el pensamiento, pero que la generalidad de los hombres no percibe.»

No a todos les es dado el gusto, la emoción, el encuentro de apreciación y valoración artí­stica, por diversas circunstancias. Este es el reto pedagógico de los profesores de apreciación musical. Despertar y hacer crecer el gusto y la satisfacción del aprecio por la música, área inmensa que sobrepasa el centro educativo, la familia, la comunidad. Se trata de promover la cultura, para el arte. En Guatemala hay otras prioridades. Se respira mucho el ambiente de lo utilitario, es decir lo que «sirve». Lo que no sirve no es bueno ni es correcto. Entonces muchos niños y jóvenes están condenados a desconocer ambientes de apreciación artí­stica.

Más adelante apunta Franz Liszt: «si tuviéramos que hablar aquí­ en términos de escuela, del desarrollo de la música para piano, disecarí­amos esas maravillosas páginas que ofrecen un haz tan rico en observaciones, explorarí­amos en primer lugar esos nocturnos, baladas, impromptus, scherzos, que están todos llenos de refinamientos armónicos tan nuevos como inesperados; los buscarí­amos igualmente en sus polonesas, en sus mazurcas, valses, boleros.»

Por la brevedad entonces consideremos las polonesas y las mazurcas, como tema central de la obra que inspira esta reflexión:

«Los enérgicos ritmos de las polonesas de Chopin hacen estremecer y galvanizan todos los embotamientos de nuestras indiferencias. Los más nobles sentimientos tradicionales de la antigua Polonia están recogidos en ellas. Respiran una fuerza tranquila y reflexiva, un sentimiento de firme determinación unido a una ceremoniosa gravedad que dicen que era el atributo de los grandes hombres de otros tiempos, nos parece ver en ellas a los antiguos polacos, tales como los pintan sus crónicas, con un sólido organismo, una inteligencia ágil, una piedad profunda y una conmovedora, aunque sensata, con un valor indomable.» Pág. 27.

Para ilustrar mejor las polonesas, Franz Liszt se inspira en una, en la polonesa en fa sostenido menor:

«El motivo principal es vehemente, tiene un aire siniestro, como la hora que precede al huracán, el oí­do cree que capta interjecciones exasperadas, un desafí­o lanzado a todos los elementos, inmediatamente, la vuelta prolongada de una tónica al principio de cada medida, hace oí­r una especie de cañonazos repetidos, como una batalla furiosamente entablada a lo lejos; después de esa nota se desarrollan, medida por medida, unos extraños acordes.

No conocemos nada análogo en los más grandes autores al arrebatador efecto que produce ese lugar, bruscamente interrumpido por una escena campestre, por una mazurca de estilo idí­lico que parece que exhala los perfumes de la menta.

Y de la mejorana. Pero, lejos de borrar el recuerdo del sentimiento profundo y desgraciado que sobrecoge en un principio, aumenta por el contrario, por su irónico y amargo contraste, las penosas emociones del oyente, hasta el punto de que se siente casi aliviado cuando vuelve la primera fase y encuentra de nuevo el imponente y entristecedor espectáculo de una lucha fatal, librada al menos de la importuna oposición de una felicidad inocente y poco gloriosa. Como un sueño, esa improvisación se termina sin otra conclusión que un triste estremecimiento que deja al alma bajo el imperio de una aguda desolación.» Pág. 42.

Como se comprenderá, esta reflexión gira en torno a las polonesas y las mazurcas. Es digno de reconocer la apreciación que Franz Liszt escribe respecto a estas últimas:

«Las mazurcas de Chopin difieren notablemente de sus polonesas en lo que concierne a la expresión. Su carácter es completamente distinto. Es otro medio en el que los matices delicados, tiernos, pálidos y cambiantes, reemplazan a un colorido rico y vigoroso. Al impulso uniforme, y acorde de todo un pueblo, se suceden unas impresiones puramente individuales y constantemente variadas. El elemento femenino y afeminado, en vez de retroceder a una penumbra un poco misteriosa, se destaca en primera lí­nea, llega incluso a adquirir sobre el primer plano una importancia tan grande, que los demás desaparecen para dejarle lugar, o al menos, no le sirven más que acompañamiento. Ya han pasado los tiempos en que para decir que una mujer era encantadora, se le llamaba agradecida, que se deriva de gratitud. La mujer ya no aparecí­a como una protegida sino como una reina. Ya no parece que constituye lo mejor de la vida. Sino que es la vida misma. El hombre es vivaz, orgulloso, presuntuoso, pero entregado al vértigo del placer. Sin embargo, ese placer no deja nunca de estar surcado de la melancolí­a, pues su existencia no está apoyada en el suelo inquebrantable de la seguridad, de la fuerza, de la tranquilidad.» Pág. 47.

No cabe ninguna duda del alcance de estas consideraciones y lo significativo al ser escritas por Franz Liszt y en aquel medio del siglo XIX. No sólo reflejan la profundidad del maestro Chopin al expresar musicalmente sentimientos, ideas y concepciones del mundo que hoy en pleno siglo XXI aún son motivo de debate.

Finalmente es imposible la cita final de este articulo: «para entender la intuición del sentimiento de que sus mazurcas están impregnadas, así­ como muchas otras de sus composiciones, casi todas ellas están llenas de ese mismo vapor amoroso que se cierne como un fluido ambiente a través de sus preludios, de sus nocturnos, de sus impromptus, en los que se rememora, una por una, las fases de la pasión en almas espiritualizadas y puras: cebos encantadores de una coqueterí­a en sí­ misma inconsciente, lazos insensibles de inclinaciones, caprichosos festones que dibuja la fantasí­a, mortales depresiones de alegrí­as marchitas que nacen ya moribundas, rosas negras, flores de duelo, o bien, rosas de invierno, blancas como la nieve que las rodea, que entristecen con el mismo perfume de sus pétalos que al menor soplo hace caer de los débiles tallos. Chispas sin brillo que alumbran las mundanas vanidades, semejantes al resplandor de ciertas maderas muertas que no relucen más que en la oscuridad, placeres sin pasado ni porvenir, arrebatos en casuales encuentros, como la conjunción fortuita de dos astros lejanos, ilusiones, gustos inexplicables que tientan a la aventura, como esos sabores agridulces de las frutas medio maduras, que agradan al mismo tiempo que pasan por los dientes. Esbozos de sentimientos cuya gama es interminable y a los que la elevación nativa, la belleza, la distinción, la elegancia de aquellos que los sienten, prestan una poesí­a real, a menudo seria, cuando uno de esos acordes, que se creí­a no iba más que a rozarse en un rápido arpegio y que de repente se convierte en una tema solemne cuyas ardientes modulaciones adquieren, en un corazón exaltado, las proporciones de una pasión que exige por morada la eternidad.».

Franz Liszt conoció a Federico Chopin. Fueron muy amigos y confidentes, ambos de sus propias vidas y sus propias pasiones í­ntimas. No cabe duda que la descripción de sus polonesas y sus mazurcas están impregnadas de esa amistad profunda. Pero en todo caso, es una forma maravillosamente didáctica, conocer, admirar y gozar de la música del maestro Federico Chopin, a través de la visión poética del maestro Franz Liszt.