Después de abordar con detenimiento los tiempos y la música de Karl María Von Weber incursionaremos someramente en la vida y obra de Federico Chopin, otro de los músicos románticos nacionalistas que mayor impacto tuvo en su época y en nuestros días, como homenaje al más grande pianista de todos los tiempos, y cuya obra es considerada como fundamental para el conocimiento del piano. Sin embargo, antes de continuar es preciso rendir tributo a Casiopea dorada, esposa de tul y lucero, quien es viva primavera en mi vida y pasa como innumerable aroma recogiendo diariamente mi esperanza.
En primer lugar, debemos confesar que resulta extremadamente difícil hablar de Federico Chopin después de todo lo que de él se ha escrito, incluso por nuestro ilustre doctor Carlos Martínez Durán quien fuera Rector Magnífico de la Universidad de San Carlos de Guatemala. Sin embargo, también debemos reconocer que la vida de un genio es como esos paisajes cuyos lejanos contornos, oscurecidos por las brumas, se iluminan poco a poco bajo el lente de quien se aproxima a su vida, su tiempo y su época, descubriéndose los contrastes de todo ello.
El entorno de Federico Chopin
En primer lugar, debemos afirmar que la literatura y los film mediocres, le han convertido en un personaje romántico, desmelenado, destilando sensiblería, mientras una bandada de comentaristas se han creído obligados a mojar sus plumas en agua azucarada para hablar de uno de los más grandes músicos de todos los tiempos? ¡Qué equivocación! Al ahondar en su obra se puede descubrir al hombre? Pero, ¿qué vemos en él?
Un tuberculoso crónico de psicología alterada por una vida anormal cuya creación desborda vitalidad; un ser agotado, obligado muchas veces a ejecutar pianísimo una música de una potencia raras veces igualada; una personalidad extraordinaria en lucha constante contra la mortífera invasión del bacilo de Koch; un genio que lleva a sus obras la fogosidad, la pasión violenta, la fuerza viril y la salud exuberante que le negaba su filsiología.
En otro enfermo genial como Marcel Proust, se adivina de cuando en cuando, bajo los recovecos de la frase, el cansancio de la enfermedad. En Federico Chopin, nunca. En medio de las fases agudas de su tuberculosis, pone de relieve el vigor inquebrantable de su pensamiento musical, que parece el camino más seguro para aproximarse a la verdad. He aquí retazos del tiempo que le tocó vivir.
En 1810 Napoleón Bonaparte deseoso de someter a Europa, se esforzaba en hacer odiosa la cautividad del Papa Pío VII. Más adelante, aquel hijo de la Revolución volvería a provocar otro escándalo casándose con una sobrina de María Antonieta. En España, a donde le llevaron las necesidades del bloqueo continental, sus ejércitos se hundían en la más feroz de las guerras. El lápiz inmortal de Goya dejaría una dolorosa imagen del paso de las tropas francesas. En Austria, Viena, después de la invasión napoleónica, se encontraba al borde de la miseria. ¡El pan no se puede morir! gemía Beethoven, mientras acariciaba nuevos proyectos de matrimonio y terminaba la música de Egmont, con la aspiración de emular a Goethe, entonces en la cúspide de la gloria.
En Francia, Chateaubriand redactaba el «Itinerario de París a Jerusalén» y, a escondidas, se leía «De Alemania», última obra de Madame de Stael, que la policía imperial se había apresurado a recoger. En Venecia se aclamaba a un joven compositor italiano de dieciocho años llamado Giachimo Rossini. Finalmente, este mismo año, 1810, vería nacer a un músico y a un poeta cuyos nombres quedarían unidos para siempre en el amor de una misma mujer: Federico Chopin en Polonia y Alfredo de Musset en París.
En medio de esta Europa poblada de nombres ilustres, pero devastada por la guerra, Polonia llevaba quince años de haber sido borrada del mapa. Poseída por un alto espíritu al crearse un gran ducado de Varsovia, aguardaba con impaciencia la independencia prometida por Napoleón Bonaparte, y aquella exaltada perspectiva arrastraba a millares de polacos a enrolarse en los ejércitos imperiales.
Pero cuando llegó el desastre, nada pudo impedir que Rusia se apoderase del famoso gran ducado y lo anexara a su territorio. Esclavizada por tercera vez, y repartida entre rusos, austriacos y prusianos, Polonia fue víctima de un delirio patriótico que arrastró también a los extranjeros que vivían en ella. Entre los más ardorosos figuraba un francés llamado Nicolás Chopin, antiguo combatiente en las filas de Klscluszko, lorenés hijo de un carretero y viñador, llegado a Varsovia cuando tenía dieciséis años. Su vida, su carrera, todo revelaba una inteligencia superior. Apenas instalado en Polonia, aceptó un modesto empleo de contable, y en cuanto aprendió el polaco y el alemán, se dedicó a dar clases de francés, demostrando tan notables cualidades pedagógicas que pronto pasó a enseñar en el Liceo Varsovia. Fue tal la obstinación y la constancia que puso en ilustrarse, que adquirió un profundo conocimiento de su lengua natal y de la literatura francesa lo que sólo demuestra la envergadura del hombre (Continuará).