En esta primera columna del año 2007 y después de haber expuesto las maravillas de la música occidental dedicada a la natividad de Nuestro Señor, retornamos nuevamente al admirado Federico Chopin.
En el contexto de su tiempo, Federico Chopin destaca como un astro rutilante, tan sutil y sublime como Casiopea la bella, esposa dorada que es dulce abecedario que enciende mis labios, mi soledad de luz, mi devorante amor y mi esperanza.
Sin embargo, su vida atormentada es un ejemplo de presencia del genio, el tesón y de la disciplina. Veamos, pues, su vida, en forma más sucinta. Diremos que Federico Chopin nació el 22 de febrero de 1810, en Polonia. Como ya hemos apuntado en columnas anteriores, en el año de 1787 Nicolás Chopin, natural de Nancy, se instaló en Varsovia como profesor particular de francés; más tarde pasó a ser profesor del Instituto de la ciudad. Se casó con una polaca, Justina Krzyzanowska; pertenecía a una famosa familia de músicos y tocaba el piano perfectamente. Hacer música juntos era tan sólo uno de los muchos lazos de unión de este matrimonio extraordinariamente feliz.
Federico fue el único varón y el segundo de los cuatro hijos. Muy pronto se mostró ya su gran aptitud musical: cuando tenía cinco años de edad se deslizó a medianoche hasta el piano y tocó, con asombro de sus padres, diversas piezas que había oído a su madre. A partir de entonces recibió clases de piano de su hermano mayor, e hizo progresos con tal rapidez, que las clases tuvieron que ser pasadas a un músico profesional. Se eligió a Albert Zywny, excelente profesor y artista, gran admirador de Bach, cosa rara por aquel entonces. Profesor y alumno eran a cuál más modesto. Así, años más tarde decía Chopin:
«El burro más grande tiene que aprender algo con Zywny». Zywny, por su parte, sostenía al cabo de dos años que no podía enseñar nada más a su discípulo. No por eso consiguió Chopin sin esfuerzo la técnica del piano. Intentó, entre otras cosas, aumentar la extensión de su mano, encajando, por la noche, trozos de madera entre sus dedos; afortunadamente, observó, antes de que fuera demasiado tarde, que este método no le favorecía. Dos años antes de su muerte escribía a un amigo de su juventud: «He conservado la nariz larga y el cuarto dedo muy corto». El talento de este «segundo Mozart» fue pronto en Varsovia el tema del día. Chopin, por entonces, se especializó de forma extraordinaria en la improvisación, y se descubrió también su talento como compositor. Pero su padre era razonable y bastante desinteresado, como para no presentar al joven muchacho como niño prodigio. Federico tuvo incluso que ir a un pensionado para educarse entre muchachos de su edad.
A los dieciséis años sufrió Chopin el examen final del Instituto. A instancias de Josef Elsner, director de la í“pera y del Conservatorio de Varsovia, se dedicó Chopin por completo desde entonces a la música, aunque sus padres, preocupándose por su salud, se opusieron en un principio. No pudieron impedir que Chopin trabajara con demasiada intensidad durante sus años de estudio, lo que también influyó en su carácter: el alegre pillete, que aún tenía dieciocho años de edad, se convirtió en un melancólico irritable. Mucho contribuyó a ello también su desgraciado amor por la cantante de ópera Constanza Gladkowska, la cual coqueteaba a la vez con él y con una serie de oficiales rusos. El fragmento de una carta de aquel tiempo manifiesta sus sentimientos. «Yo disiparía los pensamientos que envenenan mi alegría; sin embargo y a pesar de todo, siento un placer en acariciarlos; yo mismo no se qué es lo que me falta». Por entonces oyó a Paganini, el cual le causó una enorme impresión. Lo que Paganini aportó a la literatura del violín, quiso hacerlo Chopin con la literatura del piano: ampliar sus posibilidades de expansión.
Varsovia se le hace ya demasiado pequeña, y, ansioso, aprovecha en 1829 la ocasión de ir a Viena con unos amigos. Sin sentir en realidad placer con ello se presentó allí como pianista: un compañero de estudios ordenó fijar los carteles, sin saberlo Chopin. En su diario anota: «Los periódicos y carteles anuncian ya mi concierto, que tendrá lugar dentro de dos días, pero esto me importa tan poco como si no fuera nada. No tengo ya en cuenta los cumplidos, que siempre me parecen inútiles. Añoro la muerte y quisiera ver otra vez a mis padres. La imagen de Constanza se alza ante mis ojos. Yo creía que no la amaba ya, y sin embargo flota siempre en mí alrededor.
Todo lo que hasta ahora he conocido en el extranjero me parece tan frío, tan insoportable, que despierta en mí tan sólo añoranza por la patria, por todos los momentos magníficos que no supe valorar allí (Continuará).