Juan B. Juárez
El paisaje y la idealización van de la mano, lo que demuestra que no existe algo así como la contemplación pura y desinteresada de la naturaleza o del entorno urbano. La selección de los parajes y del lugar desde donde han de mirarse implica algo más que el sentido de lo estético: involucra los prejuicios y convenciones que determinan lo que debe considerarse artístico. Las emociones del artista y sus fluctuantes estados de ánimo, finalmente, tiñen de subjetividad las imágenes captadas y comprometen incluso a las maneras de plasmarlas que casi siempre van más allá de lo que la corrección académica prescribe. Contra esa inevitable subjetivización, que no es desdoro, cualquier paisajista de cualquier parte del mundo puede suscribir las palabras de Luis Cardoza y Aragón: «No amamos nuestra tierra por grande o poderosa, por débil o pequeña, por sus nieves y noches blancas o su diluvio solar. La amamos, simplemente, porque es nuestra».
De lo que trata, entonces, el paisaje, es principalmente de emociones y sólo después de la fidelidad a lo real y de la belleza. Cabe pensar, eso sí, en un temple adecuado para la recepción de las impresiones del objeto en los sentidos del artista que permita el registro exacto de los datos sensoriales, aunque en la resolución del paisaje final predomine lo artístico, es decir, lo expresivo.
Por otro lado, para que el paisaje funcione como arte y como comunicación, los parajes que reproduce deben ser conocidos, de manera que se los re-conozca en el cuadro y que en ese juego de luces y reflejos el espectador sienta que pertenece a ese ámbito familiar que el paisaje le abre, cosa que, para nosotros, no pueden lograr los hermosos paisajes de Suiza, por ejemplo, pues su belleza es ajena.
Federico Bonilla (Guatemala, 1952) pinta paisajes de y desde el Cerro del Carmen. Ese es el paraje que seleccionó para pintarlo y ver, desde allí, a una ciudad que se aleja de su centro y de su tiempo históricos. Téngase presente que no es un lugar cualquiera sino el lugar mítico donde la ciudad de Guatemala tiene enterrado su ombligo colonial, consideración ésta que pesa más -esa es la hipótesis? que su exigua vegetación, su relativa altitud (que no la convierte en un mirador funcional) y la sugerente arquitectura de la iglesia y el torreón que luce en su cumbre roma, y que explica la fascinación que ejerce sobre un grupo de pintores, entre ellos Federico Bonilla, poseídos por algo más que la mera nostalgia.
De las acuarelas de Bonilla sobre y desde el Cerro del Carmen puede decirse que hacen de la limitación temática una virtud; pero a diferencia de los impresionistas franceses que pintaban el mismo tema a la luz cambiante de las horas, Bonilla lo hace al tornasol de sus emociones cotidianas. De esa cuenta, el colorido, siempre enérgico, roza a veces las distorsiones del delirio y la alucinación: es cuando el cielo se abre a las estridencias de una tarde eléctrica y tormentosa; o bien palpita y refulge en los senderos laberínticos (¿umbilicales?) bajo la luz vertiginosa filtrada por los árboles vetustos; o se aclara con agresividad metálica con la luz cegadora que golpea en la plazoleta y en los muros blancos de la iglesia cuando los fieles salen de misa; o se desvanece, hecho jirones, barrido por el viento entre remolinos de hojas secas en las horas de duda y soledad. Es siempre el Cerro del Carmen, proteico, cambiante e idéntico, recogiendo en sus infinitos aspectos los fragmentos de un sentir arquetípico que no quieren dispersarse.
Desde allí ve Bonilla a la ciudad que se aleja como el mar en marea baja, desalojando interminables playas de techos grises, oxidados por el tiempo y la pobreza.
Pese a los tonos altos de un color emotivo que triunfa momentáneamente sobre la tristeza, las acuarelas de Bonilla son más bien trágicas. Son el sol del tiempo mítico que, entre estertores cromáticos de alta intensidad, finalmente se pone detrás de la iglesia del Cerro del Carmen.