Fe


Usualmente algunos creen que tener fe es una cosa extraordinaria, algo relegado al mundo de lo trascendente, lo religioso, algo de lo que hay que librarse para poder ser «posmoderno», inteligente, sagaz y muy racional. Claro, nos da miedo la palabruca, qué dirí­an nuestros fans si confesáramos públicamente que somos hombres o mujeres de fe, qué horrible, serí­a el fin de nuestra reputación de hombre ilustrados y por encima de la masa, el «populum» que suele abandonarse a cualquier creencia. La verdad, sin embargo, es que así­ es: somos creyentes querámoslo o no.

Eduardo Blandón

Diariamente hacemos actos de fe que son aunque sea humanos (y no necesariamente religiosos). Creemos cosas, tenemos certezas casi absolutas que para nosotros son «verdades» meridianas y nos aferramos a ellas sin temor a equivocarnos. Yo por ejemplo creo, porque me lo han dicho desde pequeño, que mi papá es a quien yo llamo papá. ¿Es eso verdad? No lo sé, nunca lo he corroborado a través de un examen que me revele «absolutamente» que eso es así­. Sin embargo yo lo creo y me gusta creerlo, a estas alturas del partido me arruinarí­a la vida saber que eso no es así­, entonces yo prefiero aferrarme a esa certeza que mi madre me ha inculcado desde chiquito: «hijo, ese hombre es tu padre», y yo digo en mi interior, amén, ojalá sea cierto.

Igualmente me gusta creer que mi hijo me quiere, él me lo dice todo el tiempo, cuando se acuerda: «Papi, te quiero», me dice. Y lo creo, tengo fe de que eso así­ es, no me gusta pensar que es porque después de eso me va a pedir algo, porque quiere que le compre un juguete. Tengo la certeza de que me quiere, ¿por qué?, porque me lo dice, porque lo veo en su rostro y, porque quizá, no tengo indicios de que esto no fuera así­. ¿Podrí­a no ser así­? Claro que sí­, pero lo importante es tener fe, de lo contrario la vida serí­a un fastidio.

Ahora hablemos de usted. ¿No me diga que usted no «cree» que su esposa o su novia lo ama? Claro que lo cree y le gusta creerlo, serí­a uno infeliz si no se creyera semejante cosa. También cree, le apuesto, que le es fiel (como ella lo cree, talvez, de usted), claro que sí­, pensar lo contrario, desconfiar, serí­a el infierno. Los hombres que no creen en sus esposas o novias son infelices, viven bajo la sospecha y la incertidumbre total. Si llegan tarde a casa, sospechan, si llegan temprano igual. Es martirizante no creer. De modo que creer, tener fe, es una exigencia del espí­ritu humano, es, dicen algunos, la paz del espí­ritu.

Creemos también en muchas otras cosas que nos las han contado, pero que creemos por comodidad, porque ni modo. Por ejemplo, creemos que Jesús fue un personaje histórico (los evangelistas nos lo cuentan y otros testimonios de gente próxima a él), que Cristóbal Colón descubrió América, que Rousseau escribió El Emilio y que Somoza murió en Paraguay. Creemos que los hijos que tenemos son nuestros y no de otros y, también, que nuestra familia sin nosotros no funcionan, que nuestro lugar es único e irreemplazable (así­ dicen las esposas, «mi amor, qué harí­amos sin ti»). Amigo mí­o, eso se llama fe.

Claro que hay gente que no tiene fe sino que es fideista. Eso es fe al extremo, llevado hasta las últimas consecuencias, una fe absurda, irracional. ¿Hay de este tipo? Por supuesto. Fideí­smo es creer por ejemplo en los polí­ticos, en Walter Mercado o, incluso, en que la Municipalidad solucionará el problema del transporte con el Transmetro. Si usted lo quiere creer es cosa suya, pero eso es un atentado contra toda lógica, ingenuidad y candidez (para decirlo con buenas palabras).