Faraónicos y apocalí­pticos


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“Si la patria es pequeña, uno grande la sueña”. La frase atribuida al poeta Rubén Darí­o no hace sino retratar nuestro prurito de grandeza y la tendencia sempiterna a exagerarlo todo. Para nuestros ojitos provincianos muchas cosas son enormes, grandiosas, monumentales. Que construimos un estadio: “parece ser que es uno de los más grandes de América Latina, el tercero del mundo”. Nuestro himno patrio: “es el mejor de todos, después del de Francia”.

Eduardo Blandón

 


Somos dados a la grandilocuencia que quizá tenga su origen en el complejo de compararnos desde siempre con España, con Europa, y, después, con los Estados Unidos.  Exageramos en todos los niveles. Leo, por ejemplo, en un periódico: “El Centro de Investigación tal… es el think tank del pensamiento económico de la escuela austriaca de economí­a”. ¿Los tanques de pensamiento? Que yo sepa, hasta donde he visto, los estudiosos entusiastas no son sino repetidores de las doctrinas ajenas. ¿Centros de pensamiento? No, si a lo más que llegan es a leer a los autores, memorizarlos como fundamentalistas y repetirlos en programas de radios y en textos escritos.
            Nada de think tank. Otras afirmaciones rimbombantes son las que se atribuyen algunos, sin modestia alguna ni vergí¼enza, al firmar en sus columnas, por ejemplo, como “analistas polí­ticos”. ¿Analista de qué? Un breve examen de las notas llevarí­a a concluir que esos malabares intelectuales son prestidigitaciones llenas de ideas foráneas, cargadas de citas y declaraciones obvias. Las conclusiones no sorprenden porque son “crónicas de una muerte anunciada”, esto es, una meta anunciada desde el principio.
            Hay algunos que también son extremos al auto nombrarse “escritores”. Basta que estrenen un libro, una columna en una página de periódico o un poema nimio y soso en una revista para bautizarse a sí­ mismos como: vates.  ¡Qué bárbaros!  ¡Cuántas í­nfulas! Más de la mitad de nuestros mal llamados escritores nacionales no son sino deportistas voluntariosos de las artes bellas. Valiosos, por supuesto, dignos de admiración y alabanza, pero nada más. 
            Alguien ha dicho que nuestro paí­s carece de héroes, que nos faltan í­conos a quienes venerar y monumentos de admiración, pero a falta de estos, los candidatos a la gloria pululan generosos por la calle.  Nosotros mismos no proponemos, ni siquiera esperamos que otros lo hagan. De aquí­ que nos cause molestia el éxito de alguien que súbitamente lo logre. ¿No ha leí­do la indignación de algunos por la atribución este año del Premio Nacional de Literatura?
            Volvamos al inicio. Hay un impulso innato que nos mueve a estimaciones faraónicas. En Guatemala vivimos en clave escatológica o, como se dice en teologí­a, en actitud apocalí­ptica: “El cambio viene”, dice Pérez Molina. “Los buenos somos más”, Giammattei.  â€œSólo el pueblo salva al pueblo”, Baldizón. “Guatemala atraviesa uno de los momentos más difí­ciles de su historia”, columnista de prensa escrita. O sea, nuestro paraje es un lugar entre cuasi infernal y/o paradisí­aco.
            No somos los mejores ni los peores. Hay cosas muy buenas en nuestro paí­s, pero también condiciones indeseables que nos hacen estar donde estamos ahora. Seamos crí­ticos de nuestra manera de percibir el mundo e intentemos no vivir en clave extrema. Optemos en la medida de lo posible por el equilibrio y el justo medio.