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Un hombre perteneciente a una tribu pagana viajaba por el río en una frágil embarcación cuando fue sorprendido por una violenta tempestad. Invoco a su dios, prometiéndole una ofrenda de diez toros si le sacaba con vida de aquél peligroso trance.
Cuando la tormenta se calmó, ya sin el ruido de los truenos y sin el temor de los relámpagos, le pareció que diez toros eran mucho y decidió ofrendar diez cabras.
Al desembarcar sin novedad y ya fuera de todo peligro, pensó que era mejor dar diez pollos gordos en lugar de las cabras.
Al llegar a su casa y ver los hermosos pollos, pensó que su dios era comprensivo y que bien se podría contentar con diez sabrosas nueces, pues esa era la ofrenda que los pobres solían dar.
Pero sucedió que camino al templo tuvo hambre y se comió las nueces; y al ver las cáscaras vacías pensó que valían muy poca cosa para darlas como ofrenda y decidió mejor regresar a su casa.
¿Son así nuestras promesas? ¿Cuántos de nosotros a veces planeamos grandes cambios en nuestra vida o talvez lleguemos hasta ofrecer privaciones a cambio de que se nos conceda un favor? ¿Y cuántas veces pasada la dificultad que nos aflige o habiendo obtenido lo que deseábamos ni siquiera recordamos que hicimos una promesa?
Ofrecer no cuesta nada. Cumplir lo
prometido es lo difícil.