Una falacia es, grosso modo, un razonamiento falso con apariencia de verdad, pues su falsedad no está a la vista y demanda cierto esfuerzo intelectual para descubrirla.
Recurso utilizado por los políticos, es verborrea de quienes invocan la democracia para que les dé brillo y prestigio a sus ofrecimientos. Y tal argucia no falla; se aplaude a quien se declara obediente e incondicional de los mandatos que demanda la democracia.
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Sin embargo, algunas falacias de ello, son las siguientes: A) la insistencia por parte del aparato estatal (TSE) de que el ciudadano que vive en democracia elige de manera libre a quién le otorga su confianza para que le sirva desde el gobierno.
Además, se nos hace creer que el proceso electoral (diseño de la casilla, el aislamiento del votante en turno) está pensado para garantizar la privacidad y libertad del sufragio. Se supone que la democracia y los organismos responsables de su funcionamiento, fueron creados para asegurar que los votos reflejen la voluntad de los ciudadanos, razón por la cual los gobernantes están revestidos legalmente de la más absoluta legitimidad.
Los políticos aprovechan las debilidades obvias de los electores (desinformación política, falta de conciencia de clase, así como su pobreza y penas económicas.) De esa forma los “asesores” fabrican triunfadores al vapor, con campañas bien calculadas para el público al que la dirigen, la distribución de baratijas compradas con el dinero sustraído de las arcas públicas para matar la pretendida libertad y soberanía del ciudadano al decidir el sentido de su voto.
Por ello, al votar, el fraude ya está consentido y consumado. Los gobernantes, por tanto, pueden ser cualquier cosa, menos legítimos. B) Otra cacareada “virtud” de nuestra democracia es la alternabilidad en el poder; visto así, es la manifestación de que, en democracia, se busca el poder para satisfacer ambiciones ilegítimas y no por afán de servicio público; prueba irrefutable es el incumplir las promesas de campaña de los gobernantes, pues todos mienten y engañan con tal de ganar el voto ciudadano, para luego ignorar los compromisos y dedicarse al enriquecimiento desmedido.
Y C): Que el pueblo manda y el funcionario obedece y trabaja para sus electores. Pero ocurre al revés: pues apenas investido, se transforma de humilde solicitante de votos en soberbio, prepotente y amenazador tirano, dueño de vidas y haciendas.
Esto obedece al desbalance de poder entre el elector y sus gobernantes, pues el primero sólo tiene su voto y, algunas veces, su «derecho al pataleo»; pero al gobernante le cae el dinero del erario y el mando sobre quienes lo ayudan a gobernar. Resumiendo, concluyo que la enfermedad de nuestra falsa democracia radica en una única falacia de fondo, la FICTIO JURIS (FICCIÓN JURÍDICA) que es creer que el ciudadano conoce los problemas nacionales, los propósitos, cualidades y defectos de los candidatos y que, es libre y soberano para tomar una decisión consciente y racional a la hora de emitir su voto.