En la ciencia de la lógica, la palabra «falacia» significa «razonamiento incorrecto». Razonar es inferir un juicio llamado «conclusión», a partir de otro juicio o de otros juicios, llamados «premisas». El razonamiento es correcto si la conclusión necesariamente se infiere de las premisas. Es incorrecto si la inferencia no es necesaria. Precisamente el objeto de la lógica es el razonamiento correcto.
He aquí un ejemplo de razonamiento correcto: «Ninguna rana es gallina; por consiguiente, ninguna gallina es rana.» Ese razonamiento es correcto porque a partir de la premisa de que ninguna rana es gallina, necesariamente se infiere la conclusión de que ninguna gallina es rana. He aquí un ejemplo de razonamiento incorrecto: «Todos los caballos son mamíferos, y todos los mamíferos son vertebrados; por consiguiente, algún caballo es blanco.» Ese razonamiento es incorrecto porque a partir de la premisa de que todos los caballos son mamíferos, y de que todos los mamíferos son vertebrados, no necesariamente se infiere la conclusión de que algún caballo es blanco. Ese razonamiento es, pues, una falacia. Aristóteles, fundador de la ciencia de la lógica, en su obra «Refutaciones sofísticas», reconoció trece clases de falacias. Irving M. Copi, en su obra «Introducción a la lógica», reporta que W. Ward Fearnside y William B. Holther, en su obra «Falacia: La falsificación del argumento», reconocieron 51 clases de falacias. Y David Hackett Fischer, en su obra «Falacias del historiador», reconoció por lo menos 112 clases de falacias. Hay falacias tan notables que han sido objeto de un nombre propio. Me ocuparé sólo de tres de ellas. La primera se denomina «falacia ad hominem», o falacia dirigida al hombre». Acude a esa falacia quien, por ejemplo, en un proceso judicial, razona así: «El testigo es budista; por consiguiente, miente.» La conclusión no se infiere de las premisas; pues la declaración del testigo puede ser verdadera, aunque sea budista. Quien acude a la «falacia ad hominem» brinda un lúcido ejemplo de imbecilidad argumental. La segunda se denomina «falacia ad populum», o «falacia dirigida al pueblo». Acude a esta falacia quien, por ejemplo, en una discusión sobre la forma de la Tierra, razona así: «La mayoría de la gente cree que la Tierra es esférica; por consiguiente, esa creencia es verdadera.» La conclusión no se infiere de las premisas; pues la creencia en que la Tierra es esférica sería verdadera aunque la mayoría de la gente creyera que no lo es. Quien acude a la «falacia ad populum» brinda un lúcido ejemplo de miseria argumental. La tercera se denomina «falacia ad verecundiam», o «falacia dirigida a la autoridad». Acude a esa falacia quien, por ejemplo, razona así: «Albert Einstein afirmaba que el Universo no se contrae ni se expande. Einstein era un extraordinario científico; por consiguiente, su afirmación es verdadera.» La conclusión no se infiere de las premisas; pues aunque Einstein fuera un extraordinario científico, su afirmación podía ser falsa. Precisamente el cosmólogo Edwin Hubble descubrió que el Universo se expandía; y Einstein declaró que había cometido el error más grande de su vida. Quien acude a la «falacia ad verecumdiam» brinda un lúcido ejemplo de torpeza argumental. Post scriptum. Argumentar que una teoría científica es verdadera porque es aceptada por la mayoría de científicos, es una falacia «ad populum», que combina miseria, imbecilidad y torpeza argumental.