Recuerdo con mucho entusiasmo el día en que conocí a monseñor Juan Gerardi: fue en una actividad en la que participó hablando sobre los derechos humanos; yo iba acompañada de mi señora madre, María del Mar, y logramos acercarnos a Monseñor para saludarlo. «Â¡María!», le dijo. «Hola Juanito ¿cómo estás?…», le contestó ella. María del Mar y monseñor Gerardi habían sido vecinos cuando eran niños y ese día sostuvieron una amena plática recordando aquellos tiempos de infancia en los que se juntaban en casa de mi abuela Esperanza para contar historias y de cómo se les ocurrió solicitarle al padre José, párroco de la iglesia de San José, que les diera clases de latín, pues no entendían nada de lo que él decía en la misa; sabían que era la palabra de Dios, pero nada más; recibían las clases los viernes y los sábados de cuatro a cinco de tarde. Entre tanto recuerdo y alegría, repitieron una frase que el padre José les dejaba como tarea para que se aprendieran de memoria: «Justum ac tenacem propositi virum si fractus
illibatus orbis impavidus ferient ruinae», (Al hombre recto y firme en sus propósitos aunque el mundo resquebrajado caiga lo encontrarán impávido las ruinas). Luego monseñor Gerardi le preguntó a María del Mar: «Â¿y ella, es la nieta?», yo le sonreí y él me puso su mano en la cabeza dándome palmaditas cariñosas y despidiéndose. Una vez lo vi personalmente, pero fue suficiente para darme cuenta que su pasión por la justicia y su amor a Guatemala no tenía límites. El 27 de abril de 1998, cuando leí en los periódicos la trágica noticia de su muerte, el arma que habían utilizado para ultimarlo y los horrendos detalles de su asesinato, sentí que una niebla densa cubría mi camino; no podía hablar, sentía que la vida era completamente sorda; estaba paralizada. No podía creer que ya no lo volvería a ver y recordaba constantemente su mano sobre mi cabeza. El pasado mes de abril se conmemoraron nueve años del asesinato de monseñor Gerardi y Guatemala hizo patente que él no ha muerto, que su trabajo y su denuncia están escritos en la historia de este país. En el libro «En la Mirilla del Jaguar, biografía novelada de monseñor Gerardi» de la filósofa Margarita Carrera, leemos lo siguiente: «Desde que trabajaba en el REMHI la vida de Gerardi cobraba mayor sentido y entusiasmo. Aunque no tenía descanso y el trabajo a veces era agobiador, sentía que su vida estaba llena de alegría, una alegría inusitada como nunca antes la había sentido. La gestación de su obra significaba algo así como la prolongación de sí mismo, en donde veía plasmada toda la verdad de lo que había sufrido el pueblo de Guatemala». Así lo imagino siempre en mi pensamiento. El impacto espiritual que sentí ese 26 de abril de 1998 me motivó a escribir un poema que titulé «Extrema Injusticia»: «Allí viene la muerte/ esa muerte perversa/ que nadie ha llamado/ que se entregó/ ingrata, ciega y atada/ a seres indignos/ torvos cancerberos/ crueles servidores/ del insensato Luzbel./ Allí viene la muerte/ esa muerte perversa/ que invocada/ por ellos/ por seres malvados/ infames engendros/ del hervor más profundo/ del oscuro averno/ mató el intelecto/ la valentía/ la verdad y la vida/ pero no mató el alma/ de monseñor Juan Gerardi Conedera./ Lamentos, lamentos/ lamentos se escuchan/ de esa injusticia/ cual martilla incisiva/ en el bermejo camino/ del clamor poderoso/ por un justo castigo./ Lamentos/ lamentos se escuchan/ el arco y la flecha/ señalan un punto/ y la trágica muerte/ voltea su enmohecida espalda/ se aleja, se aleja/ llevándose la existencia/ del valiente héroe que tuvo Guatemala./ Poco a poco/ se aleja la muerte/ mostrando a la Tierra/ el destino del justo/ mostrando a la vida/ el haber sido invocada/ mostrando a los seres/ su fuerza implacable».