Extranjeros en nuestro propio paí­s


Algunos amigos, dada la situación del paí­s, quieren huir. Me hablan de escapar a Canadá, los Estados Unidos o aunque sea (me insisten) a Australia. Los argumentos son variopintos: la violencia, la pobreza, el desempleo, pero sobre todo la falta de esperanza. «Es inútil, me dicen, aquí­ nada cambiará». Y se desinflan y visitan embajadas y consultan en Internet para alcanzar el sueño. Yo que ya sé de fugas y vida en el extranjero me quedo impávido y reflexivo sin saber qué hacer.

Eduardo Blandón

Como se realicen los propósitos de mis amigos, me digo, me quedaré sin más afecto que la lora de mi casa. Para mi fortuna, sin embargo, son pocos los que se animan y se van, muchos sólo hablan por hablar y viven en el mundo de los sueños.  De cualquier forma, parece evidente que en este paí­s somos extranjeros residentes en Guatemala.  No nos vamos, pero añoramos irnos, sacudirnos el polvo de los zapatos y no volver nunca la vista atrás.

Esta es una tragedia más de nuestro carácter. No es que seamos cosmopolitas, ciudadanos del mundo y amantes de nuevas culturas, sino desterrados y expatriados, condenados a migrar en contra de nuestra voluntad. Lo nuestro es el desierto y la vida nómada, desarraigados en busca de mejores tierras.  Nuestra vida está marcada por el deseo de fuga y por la tristeza de una vida no realizada en tierra propia.

¿Cómo se puede ser feliz de esta manera? Imposible.  No se puede alcanzar la dicha cuando no hay seguridad y alegrí­a en el suelo que se habita. Aquí­ lo que abunda es el llanto, lágrimas que corren por el infortunio de aquello que no fue. Es la frustración que aparece cuando la tierra es yerma y no produce, cuando se está obligado a caminar a lugares lejanos y extraños para cosechar lo sembrado. Una situación así­ no hace sino paralizar el alma y forzarla a salir, peregrinar en busca de mejor vida.

Los que se van, a veces les sonrí­e la fortuna, reencuentran el gozo y conocen la felicidad.  Extrañan sus raí­ces, es cierto, evocan el pasado y suspiran anhelantes al recordar el paí­s, pero saben que su destino es vivir lejos.  Nada les hace repensar en volver porque saben que se convertirí­an en estatuas de sal y morirí­an -en todos los sentidos- infaliblemente él y su familia. Lo dejado atrás es muerte, pobreza, ignominia y, sobre todo, mucho dolor.

Los que se quedan no se quedan completos. Viven soñando con Canadá, Australia o aunque sea los Estados Unidos. Viven con los pies en Guatemala, pero con el corazón en el extranjero. Sueñan, anhelan y se ilusionan en ver crecer contentos a sus hijos: jugando en parques, tomando cafés en las plazas y viajando tranquilos en buses públicos.  Aspiran a una realidad diferente, sin armas y sobre todo sin la anarquí­a propia de Guatemala. Cuando despiertan del sueño, se culpan por no haber hecho lo suficiente para escapar y huir.

Como lo que queremos es salir del paí­s (esa parece ser nuestra vocación), nuestros modelos de éxito son los que tuvieron valor y se fueron. Por eso entre mis amigos la fortuna de los familiares en el extranjero es motivo de conversación.  Se actualizan las gestas: «Viven en Alemania, dicen, y sus hijos están en la Universidad»; «ya está jubilado y lo mantiene el Estado»; «se casó con una italiana y vive en Florencia».  A uno que escucha no le queda sino sentir una mezcla de alegrí­a y tristeza por tanta dicha ajena y desgracia propia.

Al final uno se pregunta: ¿Por qué hemos hecho de Guatemala un paí­s para huir y no volver más?  ¿Por qué tenemos que marcharnos tristes, frustrados por tanto dolor?