Juan B. Juárez
Usualmente las corrientes artísticas de última moda en Europa y Estados Unidos eran religiosamente importadas por los artistas locales que les daban aquí, en Guatemala, en América Latina, en ífrica y otras regiones subdesarrolladas su peor aspecto tercermundista, al mismo tiempo que nos creaban la ilusión de estar «desarrollados», por lo menos en la esfera del arte.
El asunto era (es) que las corrientes artísticas y las modas culturales, al igual que las nuevas ideas en administración de empresas, en política social, en gestión democrática o en terapia psiquiátrica, eran (son) los productos culturales, científicos y políticos que surgían en las sociedades avanzadas como consecuencia natural de su grado de desarrollo; al trasplantarlas a otros contextos simplemente se desfiguraban: su novedad y su progreso no calaban a todos los estratos socio económicos y adquirían, entre los pocos que los podían asumir, un carácter esnobista, huecamente sofisticado.
De esa cuenta, la estratificación social de nuestros países muestra no sólo las características económicas y sociales propias de cada propias de cada nivel, sino además cierta coloración histórica, diferente en cada escala, que proviene de la penetración -o mejor dicho, de la sedimentación? siempre limitada, parcializada, tardía y desfigurada de ese «progreso» que llegaba en forma de importaciones culturales hechas por los estratos más altos de la sociedad o sencillamente impuestos por las metrópolis: de acuerdo a esa coloración del «progreso» en la estratificación social de Guatemala, podemos decir que, aquí, entre nosotros, conviven diferentes tiempos históricos.
Como estamos hablando de arte guatemalteco, ilustro el fenómeno de la convivencia de diferentes tiempos históricos con lo que sucede en la Escuela Nacional de Artes Plásticas (ENAD). En efecto, allí convive la academia decimonónica, el surrealismo, diferentes formas de abstraccionismo, el expresionismo, el arte naif, etc. cada una de esas tendencias (de esos tiempos históricos) con sus más pintorescas y trasnochadas características, todas un poco desfiguradas por la pobreza y la insuficiencia de los presupuestos para la cultura, propias del subdesarrollo. Y ahora también el posmodernismo.
Sin embargo, el posmodernismo no es una moda; al contrario, es el final de las modas; no es una forma tardía de la modernidad, sino propiamente el final de la modernidad. La posmodernidad es una condición de nuestra actualidad en la que asistimos a la quiebra y el descrédito de los grandes mitos de la modernidad: el progreso, la democracia, el individuo, la ciencia como proveedora de soluciones para el hambre y la enfermedad el artista, genial y su obra maestra, los museos y las galerías, ídolos todos minados por el poder de dominación, el dinero y el consumismo.
El posmodernismo no es una moda. Actualmente, tener fe en la democracia no es una ingenuidad, es un anacronismo. Y no lo digo únicamente por lo que sucede en el escenario nacional, que es apenas un síntoma de lo carcomida que está la democracia como institución.
Consecuentes con esa crisis de la modernidad, sin mayor fe en el poder del Arte (con mayúscula), los estudiantes de la Escuela Nacional de Artes Plásticas aprovecharon la oportunidad que les abrió el XI Festival del Centro Histórico y presentaron, en las calles y en los parque, sus obras conceptuales: sus instalaciones y sus performances, que no se limitaron a mostrar ciertas llagas sociales, políticas y culturales sino que, a través de ellas, los artistas asumieron como propio el malestar de la cultura. En esas obras el arte ya no se dio como un objeto para la contemplación, sino como una invitación-desafío a expresar ese malestar de la cultura.
Es decir, los valores que la sustentan ya no son simplemente estéticos: no muestran, por ejemplo, una imagen simbólica de la solidaridad sino que la encarnan y ?ese es el objetivo de la obra posmoderna? buscan contagiarla. ¿Lo lograron? Por allí iría una crítica de arte consecuente con este tipo de expresiones: la obra como concepto y como técnica y estrategia para la comunicación de ese concepto: la comunión lograda en torno a ese concepto artístico ya no representado sino encarnado.
No puedo evaluar el resultado, pero sí ciertas cosas que sucedieron en el entretanto. Primero, los estudiantes dejaron de ser estudiantes y fueron propiamente artistas: autores y responsables de una expresión que ya no podía ser escolar, que fue simplemente una propuesta diseñada libremente a partir de un núcleo conceptual y en función del escenario arquitectónico y socio-cultural del Centro Histórico de la ciudad de Guatemala.
Sin ahondar en el análisis comparto el registro fotográfico de las obras Guate/Piñata del maestro Alejandro Noriega; Correspondencia Perdida, de Michelle Ramazini; Andar en tus pies, de Tíffany Cantoral; No te rajes No te rajes, de Mervin Osorio y Sofía Lantán; Cuentos Chapines, de Santos Velásquez; y Cuál es tu suerte, de Rosa María Hernández.